Alta costura, bajos hábitos: la verdadera historia de Halston
El mayordomo de Halston dejaría una frase para la posteridad. “Me ordenaban cocinar todo el día y luego nadie tocaba la cena porque no salían del baño”.
Antes de morir de éxito, Halston había avanzado siempre un paso por delante de sus otros compañeros de profesión, como Bill Blass o Geoffrey Beene. Le había quitado la vergüenza a la moda estadounidense, y le añadió a su espíritu práctico y deportivo el refinamiento que se solía asociar a Europa. No en vano el diseñador fue un gran amigo —y compañero de nocturnidades— del otro gran genio de la moda, Yves Saint Laurent. Solo que él tenía sus propios planes: que un día todo el mundo llevara alguna prenda o tuviera algún objeto con su nombre.
Nacido en Iowa en 1932, en una familia de clase media, el joven Halston aguantó en ese extraño territorio —tan americano y, al mismo tiempo, tan alejado—, utilizando su afición por el dibujo como vía de escape. Cuando se trasladó a Chicago para estudiar en la universidad, no resistió ni un semestre y terminó inscribiéndose en la escuela de artes. Su talento como dibujante llamó la atención de las fábricas textiles, que siempre necesitaban ese tipo de apoyo para sus patrones, y después trabajó como escaparatista de unos grandes almacenes. A finales de los años cuarenta ya estaba diseñando sombreros. Era una época en la que llevar el tocado perfecto te abría la puerta adecuada y la exquisitez de sus diseños le permitió trasladarse a Nueva York en 1957.
Quienes lo vieron llegar a la ciudad describían a un varón alto, guapo a la manera de Rock Hudson, asombrado de poder entrar en bares exclusivamente para hombres que buscaban compartir algo más que una cerveza y algo menos que una noche. Su amigo, el productor Lester Persky, decía que “Halston y Nueva York se gustaron el primer día, porque él era la quinta esencia de lo americano; aquel larguirucho descubriendo todo lo que la gran ciudad podía ofrecerle”. Sus sombreros causaron sensación en los grandes almacenes Bergdorf Goodman, el oasis de la alta sociedad. Y allí llegaría, a finales del año 1960, un pedido muy especial: la futura primera dama, Jacqueline Kennedy, quería un sombrero de Halston para vestirlo en la ceremonia inaugural de la presidencia de su marido.
Halston pensó que ese día todos estarían pendientes de lo que dijera Kennedy y de lo que vistiera Jackie, de modo que su sombrero no podía taparle la cara, ni permitir que el viento o el pelo molestaran a quien sería el rostro de la nueva era. Dejándole protagonismo a Jackie, el diseñador consiguió atraer atención sobre su diseño: el sombrerito pillbox lanzó su carrera y hoy se considera una pieza histórica. Años después, un Halston ya convertido en fenómeno resumía ese primer impacto: “La moda es una caricia, pero también un látigo, algo que, sin saber por qué, nunca jamás olvidas”.
Aunque captaba los cambios en su alrededor, se esforzaba en hablar con una dicción y un vocabulario exquisitos. “Era amanerado, sí, pero como un caballero del siglo XIX”, dijo sobre él un productor de cine. Al principio no se drogaba, no bebía, solo parecía tener interés en progresar y cumplir su promesa de “vestir a toda América”. Al mismo tiempo que Saint-Laurent creaba su propia maison en París, Halston abandonó los sombreros para centrarse en el prêt-à-porter. Perfiló una silueta para esa mujer que empezaba a incorporarse al sector empresarial, que necesitaba un vestuario para trabajar y otro para su vida social. Y para ello se inspiró en iconos de la elegancia norteamericana contemporánea, como la socialite C. Z. Guest y la propia Jackie —dos de sus primeras clientas—, pero sobre todo en el Hollywood de los años treinta y cuarenta. Era todo un ejercicio posmoderno: modernizar y reglamurizar al propio glamour.
Sus trajes liberaban un espíritu sexy que hasta entonces parecía estar vedado a la moda estadounidense; acariciaban el cuerpo y destacaban la delgadez y la naturaleza atlética de las mujeres del país. Halston no tardó en definir su estilo: vampirizó el cuello halter hasta hacerlo sinónimo de su nombre, también la manga murciélago, los tops con pantalones fluidos, el zapato de tacón con trajes de inspiración masculina… Si Saint Laurent uniformaba con sus smokings, el de Iowa tenia el estilo gánster. Si uno deslumbraba con su riquísima paleta de colores, el otro epataba con su talento para el beis.
Un Hombre Llamado Víctor Hugo
En los años sesenta ser gay era sinónimo de llevar una doble vida. Por el día, Halston era el cowboy encantador de damas; por la noche se convertía en una figura espigada en busca de sexo fácil. Esta constante a lo Jekyll y Hyde le fascinaba, y la exportó a su trabajo: por un lado construía un imperio y uniformaba a Estados Unidos bajo su idea de lo elegante, práctico y sensual; y por otro se desdoblaba como artista y trabajaba, a veces sin remuneración alguna, con figuras como la coreógrafa Martha Graham, a quien idolatraba. Esos encargos fueron acercándolo a la Factory de Andy Warhol, con quien vivió un clic instantáneo. El padre del pop vio en Halston a un héroe americano atractivo y agigantado, diferente a él, pero igualmente gay. Y el diseñador vio en Warhol a un artista plástico que, casi con sus mismos ingredientes de sofisticación e ironía, producía una obra diferente para el mundo. Si Warhol era el downtown y lo alternativo, Halston era el uptown y lo institucional. A los dos se pegaron como imanes figuras como Tennessee Williams y Truman Capote, que quisieron ejercer de padrinos, otros diseñadores como Giorgio Sant’Angelo, dibujantes como Antonio o Joe Eula y, a lo largo de casi veinte años, un sinnúmero de hombres y mujeres entre los que destacarían Bianca Jagger, Paloma Picasso, Carolina y Reinaldo Herrera, Jackie y Liza y hasta Elizabeth Taylor, a quien Halston llegó a acompañar en una entrega de los Oscar. Más que una corte, construyeron un panorama de talento, celebridad y efervescencia que dio forma a la segunda parte de década de los setenta, y que alcanzó dimensiones épicas con la llegada de ese huracán conocido como Studio 54.
Pero antes de esa tormenta, Halston y Warhol compartieron una pasión llamada Víctor Hugo. Nacido en un barrio popular de Caracas, Hugo era al mismo tiempo latino, bien dotado y atrevido. “Podía hacer contigo lo que le diera a gana”, comentaría Titina Penzini, una diseñadora de joyas que lo conoció en los últimos años de su vida. “Eso fascinó tanto a Warhol como a Halston, dos hombres acostumbrados a dar órdenes”. Cuando el segundo abrió su tienda en Madison Avenue, Víctor Hugo hizo de escaparatista y Warhol era el fan que se quedaba hasta última hora para irse de marcha con el venezolano: el sexo y el torso de Víctor Hugo están presentes en muchos de los desnudos de Warhol, y su orina contribuyó a muchas de sus pinturas de oxidación. Los escaparates de la tienda también fueron pasto de titulares: tan pronto mostraban gadgets sadomasoquistas (el puritanismo americano reaccionó con violencia y Víctor Hugo y Halston se vieron obligados a cambiarlos) ; como incorporaban elementos de Warhol —bidones de detergente Brillo o los famosos papeles pintados de flores—; y frecuentemente jugaban con la estética surrealista: maniquíes vestidos de novia rodeados de dólares, amas de casa con bolsos de Hermès posando junto a sus electrodomésticos… Juntos, Halston y Hugo crearon un look que hoy todavía imitan grandes almacenes y cadenas de moda.
La vida desde las alturas
Después de abrir su tienda Halston se expandió: mobiliario, coches, uniformes para líneas aéreas… Incluso hubo un tono de arena que se llamó “bronceado Halston”. El diseñador perfeccionó su personaje (se presentaba diciendo: “Llámeme, sencillamente, Halston”) y se hizo con un uniforme a lo James Bond: esmoquin con bufanda de seda blanca para la noche, y cuello vuelto, blazer y pantalón impecable por el día. Gafas de sol casi para dormir. También desarrolló un material suave como el ante, pero lavable y resistente, que terminó por convertirse en marca de la casa. Este milagro llamado Ultrasuede cumplió su sueño: por fin los años setenta serían tan chic como imaginó, y como él mismo se ocupaba de que fueran sus desfiles en su cuartel general de la Olympic Tower, ese símbolo del poder propiedad de Aristóteles Onassis.
Allí se reunían modelos de leyenda, como Carol Alt y Jerry Hall, y su nutrido grupo de fans, desde Nan Kempner hasta Ali MacGraw. La oficina del fondo se llenó de tantas orquídeas como superficies metalizadas donde esnifar cocaína; y el dúplex donde vivía, un espacio de lujoso minimalismo gris, era el escenario de orgías de caviar y polvo blanco. En estas ocasiones, que Warhol solía inmortalizar en sus diarios, Víctor Hugo aportaba la droga y la mercancía humana —caballeros y chaperos— y, al día siguiente, el mayordomo, también venezolano, intentaba limpiar las manchas de los sofás tapizados con Ultrasuede.
Perucho Valls, que se había criado con Víctor Hugo en Caracas y era por entonces un famoso decorador en Manhattan, recordaba esas fiestas con pánico. “De pronto llegaban todas esas mujeres, Bianca, Liza, la Graham, la Peretti, y a su lado estaban los hombres más peligrosos de Manhattan”. El mayordomo dejaría una frase para la posteridad. “Me ordenaban cocinar todo el día y luego nadie tocaba la cena porque no salían del baño”.
Hacia la segunda mitad de los setenta, Estados Unidos avanzaba inmerso en una profunda recesión. Y así como Hollywood y sus musicales fueron la vía de escape en la crisis de los años treinta, Studio 54 fue el reino de lo imposible, la última revolución social para despedir el siglo XX. Halston se convirtió en su monarca y su corte, en el centro de un mundo donde convivían sin problemas lo sofisticado y lo vulgar. Una fiesta de cumpleaños de Bianca Jagger, en la que ella apareció prácticamente desnuda sobre un caballo blanco, convirtió la discoteca en un lugar de culto. En el suyo, Liza Minelli bailó con Baryshnikov y, vestida con leggings metálicos y blusón con lazada de seda iridiscente —todo de Halston—, instauró el uniforme de la era disco. La noche alcanzaba su cénit cuando la figura de una media luna esnifando cocaína subía hacia el techo.
En los sótanos —sin Ultrasuede— del local, la jet se confundía entre cuerpos de gimnasio. Y precisamente ahí el FBI descubrió cientos de miles de dólares sin declarar. En 1980 Studio 54 fue clausurado y Halston empezó a acusar los excesos. Irascible, imprevisible, siempre parapetado detrás de sus gafas oscuras. Cada vez más megalómano, en su obsesión por uniformar a Estados Unidos firmó un contrato leonino con los almacenes JC Penney: producirían ocho colecciones al año, aparte de las licencias para vajillas y manteles.
Pero el comportamiento errático del diseñador, añadido a su empeño por supervisarlo todo, hicieron que las colecciones no se entregaran a tiempo. Los almacenes rescindieron el contrato y el final se precipitó: J.C Penney pasó a ser propietaria de la marca y también de sus oficinas en la Olympic Tower. Halston, que quería ver su nombre sobre cualquier superficie, se vio forzado a renunciar a su sueño. La catástrofe, ya en plena era Reagan, marcó el nacimiento de la moda como gran negocio.
Los años ochenta fueron implacables con la hedonista década anterior: Víctor Hugo intentó cobrarle a Warhol el uso de su torso y de su pis en sus pinturas, pero no tuvo éxito. Entonces decidió secuestrar varios de los warhols de Halston, convenciendo para ello a un puñado de venezolanos. La imagen es surrealista, pero al mismo tiempo heroica: Víctor Hugo rodeado de jovencitos intentando mover un warhol de dimensiones colosales por las calles del mejor Manhattan. La muerte del artista terminó por apagar a Halston, que fue diagnosticado de SIDA a mediados de la década y se trasladó a San Francisco. “Siempre le gustó el oeste, siempre fue un cowboy”, recordaría Valls. Murió sedado, en el hospital presbisteriano de esa ciudad, en 1990. Por muy poco no llegó a su propio revival: apenas cinco años después, Tom Ford revitalizaría Gucci con una colección que, como en los mejores tiempos, gritaba “Simplemente, Halston”.
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