Por qué ahora el lujo consiste en vivir las experiencias en primera persona (con la seguridad garantizada)
Este verano, en las fiestas más exclusivas de los Hamptons, el exclusivo lugar de descanso para las élites neoyorquinas, la tradicional lista de invitados ha mutado en un escrutinio bastante más invasivo: una prueba rápida de detección del coronavirus. Los anfitriones, deseosos de seguir adelante con sus reuniones para VIPs, acudieron a los médicos de las clínicas privadas de la zona para solicitar este nuevo servicio: asegurar a los invitados que entraban en una zona libre de Covid-19. Los doctores firman una acuerdo de confidencialidad previo para no revelar datos sobre las personas testadas y pasan su costosa factura: alrededor de 500 dólares por test. Treinta minutos de espera y los negativos pueden pasar y divertirse.
Aunque las autoridades sanitarias insisten en que estos test rápidos pueden dar error, el explosivo crecimiento de su demanda prueba lo mucho que necesitamos y deseamos las experiencias presenciales, en las que entran en juego todos los sentidos y desaparecen las omnipresentes pantallas. Gracias al coronavirus (o por su culpa) caemos en la cuenta de la riqueza sensitiva que nos perdemos si nos conformamos con el modo de relación que ofrece lo digital. Más cómodo, sí, pero también menos placentero.
“Lujo es todo lo que escasea y de placer personal y social”, explica Susana Campuzano, directora de la consultora Luxury Advise y del Programa Superior de Dirección y Gestión Estratégica del Universo del Lujo de IE Business School. “Es un concepto que muta rápidamente, pero ahora estamos en un momento en el que está cambiando de manera particularmente acelerada. A corto plazo y debido al coronavirus, poder compartir las experiencias con otras personas y de manera segura puede convertirse en un lujo. Un buen ejemplo de todo esto es el último desfile de Jacquemus, con toda la distancia social posible para sus invitados gracias al increíble espacio de los grandes campos de trigo de Val-d’Oise”.
Para la industria del lujo, con el corazón partío entre la digitalización y la presencialidad que ha sido siempre su fuerte, es casi una segunda revolución. “Es comparable a la llegada de internet y tiene que ver con el deseo de cuidar, especialmente la naturaleza, y mostrar autenticidad, verdad, transparencia. Menos storytelling [contar historias] y más storyliving [vivir historias]”, explica esta experta. Necesitamos protagonizar los momentos más que ser espectadores de los mismos desde un streaming o una conexión en Zoom. Por eso Teatros del Canal sigue adelante con sus musicales de otoño (Jekyll & Hyde y Annie), aunque con solo el 60% del aforo, para mayor seguridad. O aumenta el interés por las visitas privadas a museos como el Reina Sofía (una hora, 1.200 €) o el Prado (a partir de 4.000 €).
En la difícil combinación de presencialidad y seguridad, la clave está en el espacio. De ahí el éxito de establecimientos como el Hotel Miluna de Toledo, que ofrece alojamientos individuales (en burbujas con vistas a las estrellas) en medio de la naturaleza, con flotarium que replica la relajante experiencia de flotación del Mar Muerto. Fuera de nuestro país, algunos establecimientos de lujo ya ofrecen la opción de contratar un test PCR en la habitación, como el Waldorf Astoria de Dubai. En España, el hotel y clínica Sha Wellness ha puesto en marcha un paquete de medidas de seguridad que están entre las más minuciosas del sector.
“Al ser una clínica dedicada a la salud, nuestras medidas de seguridad ya eran muy severas antes de la pandemia, pero es cierto que hemos aumentado incorporando un test de anticuerpos y, según el destino de origen, una prueba PCR a la llegada”, explica Alejandro Bataller, vicepresidente de Sha Wellness Clinic. “Además, realizamos tratamientos de rayos UV y ozono para la desinfección y cámaras termográficas. Nos ayuda mucho que nuestro hotel es pequeño, solo tiene 90 habitaciones, pero cuenta con mucha superficie ajardinada que permite mantener sobradamente la distancia social. Además, disponemos de villas privadas para quien desee el máximo aislamiento mientras realiza su programa de salud”.
También en los restaurantes con estrella Michelin la cuestión del espacio es crítica, y no solo por una cuestión de costes: la idea de una sala con gran parte de las mesas vacías no resulta demasiado atractiva de cara al cliente. En Mugaritz, el chef Andoni Luis Aduriz tiene la intención de maximizar la seguridad sin que haya que perder la experiencia compartida. “Antes teníamos unos 50 comensales por servicio, ahora un máximo de 35; hemos pasado de 16 mesas a 11. Tenemos muy en cuenta que este año nos falta el 80% de nuestra clientela habitual, comensales norteamericanos, británicos y asiáticos, aunque estamos llegando a otros que antes no nos visitaban tanto. Por eso queremos concentrar a nuestros comensales para que quien venga vea el comedor lleno. Si vas a un concierto y ves el recinto vacío, no compartes tanto las emociones. Y aquí pasa lo mismo”.
Efectivamente: la emoción no fluye de la misma manera en la primera fila abarrotada de un concierto prepandemia que en los aforos limitados y con los asistentes sentados en sillas a los que obligan las actuales circunstancias. De hecho, los espectáculos que llenan inmediatamente porque ofrecen el lujo de la seguridad ocurren en azoteas, patios o espacios al aire libre, donde la circulación de la Covid-19 se ha comprobado que es mucho menos lesiva para nuestra salud. Prácticamente no hay entradas para los últimos conciertos de Live The Roof, en el Hotel Barceló Renacimiento de Sevilla, pero sí para Supertramp en el Teatro Romano de Mérida, aunque el auditorio se ha reducido al 50%. El ocio en los espacios libres resulta accesible en lugares como el jardín botánico de El Bosque Encantado, en San Martín de Valdeiglesias (Madrid): solo entran 100 personas y cada una tiene 50 metros de jardín para ella sola.
Adiós a los front rows abarrotados. En los desfiles, la lista de invitados se reduce drásticamente.
Para el mundo de la moda, la vuelta de las pasarelas en versión presencial está asegurada, aunque quizá ya no veamos más esos front rows en los que no cabía un alfiler entre famosa y famosa: la lista de invitados se va a reducir drásticamente. De hecho, Jacquemus ha debido inspirar a algunas de las grandes firmas para salir del calendario oficial y buscar sus propios escenarios y escenografías (Yves Saint Laurent, Gucci, Dior, Valentino). En Nueva York, con los casos de coronavirus en aumento, la mayoría de los diseñadores ha renunciado a desfilar. Lo harán Jason Wu, Christian Siriano, Eckhaus Latta, Anna Sui, Carolina Herrera y Marchesa, pero aún no está claro el formato.
Londres ha partido su programación en tres: la digital, la física (con distanciamiento social) y la figital, cuyo formato aún no se ha hecho público. En Milán habrá 24 desfiles digitales y 28 presenciales, entre ellos Fendi, Versace y Prada. París es aún una incógnita, aunque la Fédération de la Haute Couture et de la Mode anunció en junio desfiles tradicionales que cumplan con las restricciones que marque el Gobierno francés. La moda no va a renunciar tan fácilmente a la que hasta ahora ha sido su mágica razón de ser.
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