Ángela Murillo, la jueza pionera y espontánea del caso Bankia a la que no le tiembla el pulso al escribir (a mano) sus kilométricas sentencias

La jueza Ángela Murillo protagoniza hoy los titulares al vuelo, escritos a falta de profundizar en una sentencia, la del caso Bankia, que ocupa 442 páginas. La jueza extremeña (Almendralejo, 1953), presidenta de la Sección Cuarta de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional desde 2008, ya dijo en su nombramiento al frente del tribunal que una de sus metas era redactar sentencias "sólidas, basadas en pruebas debidamente concatenadas". Y redactadas durante años a bolígrafo, en resmas caligrafiadas. En este caso, ha absuelto a los 34 acusados: 31 de ellos humanos, más las entidades Bankia, su matriz BFA y la auditora Deloitte, para las que la fiscal ya había pedido la absolución penal, entendiendo que en todo caso tendrían que afrontar responsabilidades civiles. El impacto de la sentencia, sobre uno de los principales símbolos de la última gran crisis (la salida a Bolsa de la entidad, que acabó siendo rescatada por el Estado), ha provocado todo tipo de reacciones.

A Murillo tampoco le pilla de nuevas el huracán mediático: su espontaneidad y su sentido del humor, con o sin la toga, llevan décadas catapultándola a las portadas. Quizás su salida de tono más famosa es aquella vez en la que, en el juicio sobre el entramado político de ETA, Arnaldo Otegi le preguntó si podía beber agua, a lo que Murillo le espetó "por mí, como si bebe vino". Una socarronería que ha salpicado su carrera.

Una franqueza que, junto al enfrentamiento sin tapujos al terrorismo vasco, otra constante, le ha costado algún problema: en 2011, un micrófono abierto recogió un "¡Pobre mujer! ¡Y encima se ríen estos cabrones!" durante el juicio a los asesinos de José Javier Múgica: los integrantes del comando Argala se dedicaron a hacer chistes entre ellos mientras declaraba su viuda. Murillo terminó abandonando el caso. Igualmente, fue reprobada por el Supremo y por el Tribunal de Estrasburgo por no aceptar la recusación de Otegi en un segundo juicio contra el dirigente vasco. Murillo le había preguntado directamente si condenaba la violencia, algo a lo que Otegi se negó a responder. La respuesta de la jueza: "Ya sabía yo que no me iba a contestar a esa pregunta". A la etarra Idoia Mendizábal, en otra causa, le espetó un "¡que no está usted en un bar, señora! (…) ¡Que se siente normal!", cuando la acusada puso los pies encima del banquillo. El odio de ETA hacia ella, por contra, iba más allá del ocasional exabrupto: en 1997, se descubrió que la jueza figuraba entre los objetivos de asesinato planificados de la banda. Un asesinato desbaratado sólo tres días antes de la fecha prevista.

La jueza Murillo llegó a la Audiencia Nacional en 1993, 13 años después de haber ingresado en la carrera judicial, en una carrera que la llevó desde Andalucía (hizo Derecho entre Córdoba y Sevilla. Antes, compaginó el instituto con el Conservatorio, donde estudió Piano) hasta Madrid, pasando por Valencia y el País Vasco. En todos los juzgados por los que pasó siempre fue la primera mujer togada. Sirvió como inspectora del Poder Judicial, y recaló en la Audiencia Provincial de Madrid antes de convertirse, nuevamente, en "la primera jueza de". En este caso, de la Audiencia Nacional, donde destacó como ponente de causas contra el narcotráfico (en las macrocausas y casos de las operaciones Nécora, Charlín o Temple), o el terrorismo. El caso Ekin, que acabó con las ilegalizaciones de varias organizaciones abertzales (KAS/Ekin, Segi y Saki) consideradas parte del entramado político de la banda, condenas para 47 de los 52 acusados y un huracán político, también le supuso un alto coste personal: durante la macrocausa, que se prolongó durante casi un año y medio, perdió a su compañero sentimental, Emilio.

Durante años fue frecuente verla fumando puritos a la salida de la Audiencia, con un paso marcado por la polio que sufrió de niña. De ella se sabe que tiene aversión a las tareas del hogar –se dice que llegaba a usar el horno como archivador de legajos–, que gusta de gastar bromas a sus compañeros y que prefiere redactar las sentencias en casa en vez de en el despacho. También, como ella misma presumía en otra causa, que pese a las décadas que ha pasado fuera de Almendralejo, donde fue la segunda de cinco hermanos, todavía puede hablar en el castúo, el dialecto extremeño. De acento, desde luego, no ha perdido una miaja.

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