Las tres llamadas (y un extra) que Almodóvar coge en ‘La voz humana’

Cuando Jean Cocteau publicó La voz humana, en 1930, escribió para encabezarla una breve declaración de intenciones en la que señalaba que un teléfono es a veces más peligroso que un revólver. Y eso que todavía quedaba mucho para que se inventaran los airpods que luce Tilda Swinton en la adaptación de La voz humana que Pedro Almodóvar estrena hoy en cines de toda España. Almodóvar vuelve al cine con una rareza en forma de cortometraje en tiempos más que raros –¿Eso la hace normal?–. Una rareza que viene a responder a tres llamadas.

La primera, la que lleva décadas recibiendo sobre todo desde Estados Unidos: la de hacer una producción con una actriz anglosajona y en inglés. La lista de proyectos que le han ido ofreciendo desde Hollywood es tan larga como tentadora. Su respuesta también comprensible: “Yo soy artista y formo parte de cada decisión en la película, y así no es como se trabaja en Hollywood. Allí el director es una parte del equipo, no el creador principal. Yo ya estoy mayor para cambiar ahora. No sabría cómo hacerlo”. Por eso a pesar de aTildarse, La voz humana se ha hecho con sus medios, su equipo y sus reglas. El idioma es el inglés, pero el lenguaje es el de Almodóvar.

La segunda es una llamada de un sector en la UCI. Las salas peligran, las majors se están desentienden de ellas retrasando sus estrenos, los grandes directores se mudan a las plataformas y son pocos los que se decidieron a rodar, con tanta premura postconfinamiento (Agustín Almodóvar colgó en Twitter esta imagen del primer día de rodaje el 16 de julio) y más en un formato al que se le ha sacado tan poco rendimiento comercial en exhibición como es el cortometraje. Pero si alguien en España puede sacarle partido comercial de ida (a las salas) y vuelta (a su propio beneficio) es Almodóvar.

La tercera es la llamada más importante. La de su pasado. La voz humana obsesiona a Almodóvar desde hace más de 40 años. Primero la utilizó en La ley del deseo, donde Tina (Carmen Maura) interpretaba una parte del monólogo en una función que era dirigida por su hermano Pablo (Eusebio Poncela). Esta referencia se hace aún más explícita en La voz humana cuando en un momento de su conversación despechada Tilda le dice al hombre que la acaba de abandonar: “Son las reglas del juego, la ley del deseo”. Después tuvo la intención de adaptarla en Mujeres al borde de un ataque de nervios, cuando puso a Pepa (Carmen “ella no es profesora como otras” Maura) a llamar a su ex, Iván (Fernando Guillén), que la había dejado por otra (Julieta Serrano). Pero Iván nunca llegaba a ponerse al teléfono, así que no había monólogo posible con interlocutor al otro lado del auricular.

Almodóvar ha prometido “no volver a manosear” La voz humana, pero si esto es manosear, que baje Cocteau y lo vea. La voz almodovariana tiene una puesta en escena sobresaliente que realza el trabajo de suequipodetodalavida, ahí están la música de Alberto Iglesias (perdónenme la cursilería, pero él ha conseguido que La voz humana casi deje de ser un monólogo para convertirse en un diálogo con su partitura), la luz de José Luis Alcaine, el diseño de vestuario de Sonia Grande perfectamente coordinado con el diseño de producción de Antxón Gómez y la decoración de Vicent Díaz –el artificio en la mezcla de prendas es el mismo que el de verle las costuras al plató–, por no hablar de los créditos de Juan Gatti. Todo –tan bien– como siempre para levantar un proyecto como nunca.

Hay una cuarta llamada –y afortunadamente no es la del ahorro– que Almodóvar coge en La voz humana. Es la del presente. No en vano, desde el principio el cortometraje avisa de que se trata de una interpretación “libérrima” de la obra de Cocteau. Ese libérrima alude a cómo asume la protagonista el abandono del que es víctima. O más bien cómo no lo asume. Puede que en el rechazo a hacer del personaje de Tilda Swinton una mujer resignada para adecuarla a la mujer de hoy haya más wishful thinking que otra cosa, pero quién ha dicho que el cine tenga que ser la vida. Quién no querría ser no ya la chica que resiste incólume al último contacto con su gran amor, sino, como diría Stieg Larsson, la chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina, una mujer más peligrosa que un revólver, que un teléfono, incluso que unos airpods.

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