Es nuestra responsabilidad como ciudadanos fotografiar la nieve
En la última mudanza perdí uno de mis vinilos más queridos. Era de Bright Eyes interpretando villancicos y llevaba por título el nada original A Christmas Album. Pero lo cierto es que daba lo que prometía: versiones de clásicos navideños pasados por el filtro de la nostalgia y de la distorsión. Su carátula era blanca y, por la superstición ajena, solo estaba autorizado a pincharlo en presencia de otros entre finales de noviembre y principios de enero, aunque yo me sienta muy navideño siempre y lo pondría a todas horas. Por eso, en el fin de semana en que resulta ortodoxo quitar ya el abeto, me ha parecido poético que los festivos del calendario que ya se nos agotaban hayan sido sustituidos por una interfaz de cuento de hadas ártico que llega quizá a destiempo pero que pretende traernos de vuelta toda la alegría que se nos esfumó hace 10 meses.
Escribo estas líneas desde Madrid, sorprendido por una nevada de proporciones distópicas. El alcaide Almeida -que pide ayuda a Interior y a Defensa para que la amable y esponjosa nieve que nos asola no devenga en duro y resbaladizo hielo de ese que parte crismas (léase "christmas")- dice que no se había visto nada así desde los 80. Esa metamorfosis indeseable amenaza con otro confinamiento de más mantita y Netflix y menos prozac, pero igualmente malo para la economía. Los hay simpáticos por whatsapp que aseguran que 2020 es el que sujeta el cubata a 2021. Otros, maravillados porque la noche en que le cerraron a Trump su cuenta de Twitter, esa no fuera más que una noticia de relleno. Yo solo miro por la ventana y me embeleso por tanta belleza como un tonto enamorado. Me dan ganas de hacer muñecos de nieve gigantes y veo que en Instagram ya hay concursos. Por su parte, Pedroche se ha desnudado de manera incomodísima haciendo la postura del loto.
Empujo como puedo hasta la calle a mi remolón hijo de tres años y le pongo todas las capas que encuentro en los armarios. Le prometo que nos tiraremos bolas y para ello intento forrar sus únicos y muy permeables guantes de lana con otros de cirujano, para a continuación fijarlos con una gomita a sus muñecas creyéndome McGyver. Mientras, él bracea y lamenta que no le tenga preparados unos de Gore-Tex. También que no comprara un trineo de esos de 10 euros la última vez que pasé por Decathlon. Llaman al telefonillo y temo que sean los servicios sociales, pero por suerte se han equivocado unos críos que llamaban a otros críos para que bajaran a patinar.
¿Quién iba a prever que esto sucedería? Desde luego, mis vecinos, que se despliegan por las aceras como un ejército de zombies perfectamente ataviados para la ocasión. Jamás he esquiado, en parte porque vengo de familia humilde y en otra aún mayor porque quedé traumatizado cuando a los ocho años presencié en directo la decapitación de un primo del rey mientras hacía un eslalon. Los del 4ºC portan palos de senderistas alpinos y botas superflamantes. Pantalones anchos con velcros y guantes del espacio. Yo llevo una cazadora vaquera encima de muchas cosas y debajo de muchas otras. Mi hijo, un chubasquero un poco gordo como de atrapar lucios en el barco del capitán Pescanova, y no parece muy contento con la idea de andar pegajosamente. "Me cuesta mucho, llévame en brazos", despotrica sin borrar mi estúpida sonrisa. Ni siquiera él es capaz de robarme mi sentido de la maravilla. Seguramente el cambio climático le brindará muchas más oportunidades de experimentar temperaturas extremas y fenómenos paradójicos, pero si yo espero 40 años más a vivir otro día así tendré que explorarlo con taca-taca.
Me fascina que gente a la que jamás habría saludado se crucen a mi paso y de repente seamos todos amigos, cómplices de un paréntesis extraordinario. Reímos porque el otro viste igual de ridículo y nos felicitamos por este día de suspensión de la realidad en el que no podemos comprar el periódico ni el pan ni unas latas de cerveza en la tienda de la esquina, pero da igual: hoy la calle es un parque de atracciones.
Leo en Twitter a Javier Aznar apuntando unas líneas de Jorge de Cascante: "La nieve es una limpieza de mentira porque debajo está sucio, pero no hay nada mejor que mirarla en silencio. Para mí no hay nada más bonito que la nieve". Y yo no estoy de acuerdo con lo primero, porque la que se amontona encima del capó de mi coche es 100% virgen. Tanto que podría echarle zumo de naranja por encima y absorberla con una pajita si fuera tan equipado como el resto de transeúntes. Algunos llevan zanahorias con forma de nariz y botones con pestañas que parecen sacados de un hipermercado de muñecos de nieve. Me cuadra más la segunda proposición de la cita, porque de verdad que no puedo imaginar nada más majestuoso ni más noble que este manto improvisado que viene a purificarnos con su reset.
La nieve que se ha amontonado en mi terraza y en la barandilla de mi balcón forma sinuosas barricadas que no quiero alterar ni con mi mirada, y mientras contemplo cómo crecen por segundos, advierto que la del piso de arriba barre compulsivamente las suyas balcón abajo. Como si pronto no fueran a llegar más copos, reniega de ellos. Se resiste a su permanencia como todos los que despotrican en redes sociales porque nos haya dado por retratarnos y por inmortalizar nuestros barrios blanquísimos. Pero yo digo que es nuestro deber como ciudadanos subir a la nube todas esas geografías heladas complementarias para así cartografiar esta nueva y efímera realidad. Somos piezas importantísimas de un puzle humano que por un día se olvida de la pandemia. Si pudiera, deslizaría ahora mismo la aguja sobre aquel disco de Bright Eyes y tendría sentido que a las 20.00 pm nos asomáramos a nuestras ventanas a aplaudir a los quitanieves. Hoy es más Navidad que nunca desde que nacimos.
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