Canas como símbolo, una vida muy triste, tres matrimonios fallidos y un armario impecable: los dramas y las tragedias de Carolina de Mónaco

Hoy cumple 64 años. Carolia de Mónaco es una de las pocas mujeres con proyección pública que, a su edad, no se ha hecho ningún retoque y luce las canas al natural. Esta es precisamente una de las razones de su encanto y de la fascinación que todavía ejerce sobre toda una generación: su naturalidad. Nadie como ella lucía tocados, flores y aderezos, aunque su deslumbrante belleza no necesitaba adornos. Su independencia y su carácter libre la han convertido en una de las más bellas princesas en la madurez. Su historia es, sin embargo, una de las más tristes de la realeza europea y aún hoy humedece los ojos de quien la recuerda.

Su vida, sin embargo, sigue estando llena de misterios. El Primero: ¿por qué no se divorcia de Ernesto de Hannover? Se casaron hace veinte años y llevan vidas totalmente separadas desde hace una década. Celebraron una discreta ceremonia el 23 de enero de 1999, en el Palacio de Montecarlo. Tienen una hija en común, Alexandra. La razón de que no se separen parece ser la de preservar el patrimonio familiar de ambas familias, especialmente el de los Hannover, una de las estirpes más antiguas y ricas de Europa.

Ernesto, de 66 años, con graves problemas de salud y de adicciones, no está conforme con cómo lo está gestionando su hijo mayor y mantiene un duro enfrentamiento con él ante la justicia. Es un hombre con mal carácter que ha tenido numerosos incidentes con la policía, con la prensa y ha sido detenido en más de una ocasión por destrozos y amenazas. Irritable e inestable, ha amenazado con casarse y tener más hijos para impedir que sus dos primeros vástagos hereden su patrimonio. De ahí que Carolina, que mantiene muy buena relación con ellos, mantenga el vínculo con Ernesto Augusto.

Pero este es solo el último capítulo de una vida sentimental convulsa. Primero llegó Philippe Junot, un hombre 17 años mayor que ella, conocido playboy de la noche parisina. Se conocieron en 1977. Carolina ocupaba entonces todas las portadas del mundo, era la princesa de Europa, bella, moderna e inteligente, aficionada al arte y a la literatura, con una educación exquisita a sus espaldas, siempre en manos de institutrices y en selectos internados, como el de St Mary’s School, en Ascot.

Sus padres no recibieron con gusto la noticia, aunque tuvieron que transigir con la boda, una de las más comentadas de aquel año. La novia marcó estilo con un vestido de Marc Bohan para Dior, complementado con un original tocado de flores de encaje. Dos años después vino el divorcio. Carolina se dedicó entonces a recorrer discotecas e islas paradisiacas de la mano de Robertino Rossellini, hermano gemelo de Isabella Rossellini, o del tenista Guillermo Vilas. El Vaticano le negó la anulación eclesiástica.

Al final de su adolescencia refrescó el aire de la realeza con su melena morena y sus vaqueros en forma de pata de elefante. Fue de las primeras en lucir bandanas. Y en el club náutico de Montecarlo no era infrecuente verla con vaqueros cortadas y sencillas camisetas blancas. En los vestidos de noche, le gustaba completar el “look” con moños tirantes y accesorios llamativos en sus diseños de Lagerfeld, Valentino o Marc Bohan, como flores o pendientes de turquesas. Y tampoco tuvo reparo en lucir atrevidos escotes que dejaban prácticamente al descubierto su pecho.

Pero fue la reina indiscutible de los ochenta, con ajustados pantalones de pinzas, blazers de algodón, trajes pantalón, chaquetas de tartán, vestidos-abrigo de terciopelo, maxi-cinturones y gafas aviador. En los noventa y los 2000, su estilo refinado e imaginativo no perdió un ápice de su encanto. Ni con la edad, ni con los terribles golpes que le tenía reservado el destino.

Rehízo su vida, pero antes perdió a su madre, la princesa Grace, y todos la vimos enlutada y llorosa siguiendo el cortejo fúnebre. Luego volvió a la vida con una de las bodas más románticas de la realeza. Se casó con el hombre de negocios italiano Stefano Casiraghi, –le había conocido tres años después de divorciarse– con el que tuvo tres hijos, Andrea, Carlota y Pierre. Se casó embarazada de Andrea, razón por la cual solo pasaron 10 días entre el anuncio del compromiso y el enlace. Su dolor por la muerte de Casiraghi en un accidente náutico, hace hoy algo más de 30 años, fue uno de los más arrasadores de las revistas del corazón. Ella parecía haber conseguido la calma, tras años erráticos. Estuvieron casados siete años.

El luto la convirtió en una joven viuda, que escapó de la vida oficial de Mónaco para refugiarse en una casa señorial de la Provenza francesa, en Saint-Rémy. Su vida libre, sus vestidos floreados y sus paseos de la mano de sus tres hijos todavía muy pequeños llenaron las páginas de la prensa. Pero Carolina nunca rompió su silencio, ni siquiera cuando quedó claro que vivía un apasionado romance con el actor francés Vincent Lindon. Poco a poco, las cosas volvieron a su cauce, sus hijos tenían que estudiar y Mónaco necesitaba a su princesa. Entonces, Carolina regresó luciendo de nuevo sus sombreros de ala ancha, los exquisitos diseños de Chanel que siempre fueron su seña de identidad y su aire juvenil y desenfadado en jornadas de compras por las calles de París.

Sus “looks” en los Bailes de la Rosa de Montecarlo han seguido encantando: cuerpos transparentes, pedrería, rasos en color plata, de Chanel, como siempre, pero también de diseñadores más recientes, como Stella MacCartney, y sus deslumbrantes vestidos capa. Y siempre a juego con sus pendientes de diamantes florales, heredados de su madre. Su estilo sigue compitiendo con el de las nuevas reinas de Mónaco, su hija, Carlota, y sus nueras, Beatrice Borromeo y Tatiana Santodomingo.


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