Julia ya sabía que la gente no existe
Hablar con la escritora Laura Ferrero recuerda a moverse en tierras movedizas. Hay algo en la reposada cadencia de sus frases, en el tintineo de su voz —que para mí es el resorte de su ironía— y en la calma de su mirada que te invita siempre a contar una experiencia personal más de las que tenías previstas cada vez que te cede la palabra.
En las últimas semanas —con su libro La gente no existe ya en imprenta o a punto de su lanzamiento— he podido sentarme un par de veces con ella para charlar largo y tendido acerca de las promociones editoriales y de su liturgia: de lo que le molesta hacerse fotos y hablar de sí misma. Pero también de la conveniencia de no repetirse y de procurar inventar un titular para cada ocasión. Me alegro mucho del merecido impacto que está teniendo su lanzamiento, pues cada periódico o revista en España parece haber buscado su trocito de Laura. Laura, la cirujana de mentes. Sabes que sus personajes son de verdad porque es capaz de escarbar en tu alma y extraerte las historias. Es quizá la relatista más en forma de nuestro país, pero es que conoce perfectamente las fuentes en las que echar el cubo.
Laura Ferrero no tiene muchísimos amigos —me confiesa—, pero te hace sentir en casa cuando compartes con ella una bebida carbonatada que bebe realmente despacio. La última vez le dije que conversar con ella es un juego diferente del de siempre porque mientras con los demás es habitual referirte a gente en común y a sus cosas, con ella siempre acabas hablando de conceptos, abstracciones y sensaciones. De la muerte, de la tristeza que poco a poco se abre camino —y maneras, si hay suerte, de remediarla— y de la herencia que nos dejaron nuestros padres. Pero también de libros que nos siguen impresionando y de cómo aquellos autores hacían esas cosas alucinantes con las palabras. De lo que sea menos de gente, porque para Laura, la gente no existe.
El de su nueva antología es un título que me fascina porque asume que somos los protagonistas de una ficción que nos ignora. Creo que todos hemos fantaseado con ser los protagonistas de la película que es nuestra vida, y si tomáramos esa máxima por válida, la gente, en efecto, no existiría —serían simples extras—, pero nosotros sí. Desafiando tal egocentrismo, Laura propone en el último de los relatos de su colección la ecuación inversa. Que nosotros somos la gente. Y que la gente no existe.
Aquí un extracto: «No tendría más de seis años y sus padres, sus tíos, incluso su abuelo, reunidos a lo largo de la mesa, fingieron no ver a Gabriel. Él hablaba y ellos no lo oían. Incluso su padre empezó: “Y el pequeño Gabriel ¿dónde está?, ¿alguien puede ir a buscarlo a su habitación?”. “¡Gabriel! —llamó su madre—. Está lista la comida.” Y la nana, que era la única que podía haberlo entendido, la cómplice de todos sus juegos, alegrías y pesadumbres, se quedó callada, en la puerta de la cocina, mientras Gabriel decía: “Estoy aquí. Estoy aquí. ¿Es que no me veis?”. Pero los adultos siguieron su cháchara. “¡Estoy aquí!” Por unos instantes, Gabriel dejó de existir. De hecho, creyó que nunca había existido».
No lo he discutido con nadie y quizá sea muy común, pero a veces me salgo de mi propio cuerpo y contemplo la conversación que estoy teniendo desde fuera. La persona que se supone mi avatar en realidad soy yo, pero me veo en tercera persona. ¿Me gusta este tipo? ¿Sabe mantener la calma? ¿Tiene charm? Al desdoblarme, lo primero que pienso es la carcasa estropeada con que me han lanzado al terreno de juego. Me encantaría que mi continente fuera Richard Gere, o Cristiano Ronaldo, o el Rubius antes de ser el enemigo público número uno, pero me ha tocado ser yo, con mi nariz partida y mis rodillas algo torcidas hacia dentro.
Cuando Laura ya me tiene convencido de que la gente no existe y sé lo que contaré en los primeros cinco párrafos de esta encendida recomendación de su libro, pongo en marcha el coche, salgo de la redacción y me dirijo hacia casa. Al dejar atrás el parking, paso por delante del Ministerio del Interior y emboco la plaza de Colón en dirección sureste, y es entonces que me quedo embobado con la presencia todopoderosa Julia, la estatua de Jaume Plensa que lleva ahí plantada desde hace dos inviernos. Al principio iba a permanecer solo un año, pero la providencia y los jaleos del COVID quisieron que aún no nos haya abandonado. Recuerdo un haiku que le dediqué cuando el plazo inicial estaba a punto de expirar y yo temí por su marcha: “No quiero analizar las razones por las que su dimensionalidad abstracta me emociona tanto. Antes de ponerme intenso y empezar a perorar sobre ello me asomo de nuevo desde el balcón de mi oficina, compruebo que sigue con nosotros y me quedo tranquilo. Me mata de pena saber que a finales de diciembre se la llevarán y será como si al fin hubiera abandonado nuestro planeta dejándonos mejores a su paso”.
Dijo Plensa en su puesta de largo: “Julia es un espejo poético y virtual en el que cada uno de nosotros pueda verse reflejado en sus preguntas más íntimas”. Y es cierto todo. También que Julia en su enormidad nos observa y conmueve con los ojos permanentemente cerrados. Y que si ella fuera la medida de las cosas, y yo creo que lo es, será verdad que no existimos.
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