A los 20 pirómano y a los 40 bombero

En mi burbuja misántropa autoimpuesta (aunque en las noticias no lo parezca, la mayoría somos personas responsables y no vamos montando fiestas) tengo mucho tiempo para pensar. Demasiado, quizá. A veces echo de menos la anestesia de la vorágine diaria, las carreras para llegar al colegio, al trabajo, a la compra, a la casa… Echar de menos ese estrés del esclavo asalariado, qué ironía. A ese punto de masoquismo hemos llegado.

Porque no nos hacemos, no. Por más que lleváramos años -décadas- peleando por el teletrabajo, por la flexibilidad horaria, por la conciliación, nos llega de golpe, a la fuerza, y no terminamos de hacernos con ella. No sé si es porque tememos que nos la quiten en cuanto pase esta larga pesadilla. Como cuando conoces a alguien tan perfecto (en tu cabeza) que sabes que por algún sitio se le tienen que ver las costuras pero no lo has averiguado aún. Gato escaldado del agua fría huye. Qué pena que andemos siempre así, esperando el desengaño en cualquier momento, mirando de lado a ver por dónde nos llega el zasca.

Anoche no puede dormir más que un par de horas. Los males del cuerpo me mantienen en constante duermevela. Ni estoy despierta ni descanso del todo, y todos sabemos que en ese estado a una le da por darle a la “lavadora”, a recordar. Vaya noche de flashbacks que he tenido.

Me dio por pensar en eso que se dice de que cuando estás en una situación límite, en la que piensas que vas a morir, tu vida pasa por delante de tus ojos como en una película. Si fuera así, lo mío sería una teleserie infinita de aquellas que ponían por las mañanas, tipo Santa Bárbara o así, con chorrocientos capítulos. Con “buenos” y “malos” que desaparecen y vuelven dos temporadas después, incluso desde la tumba.

El título de la columna lo he sacado de un libro, el primer Libro de Socios del Club de Creativos (el CdC), que se titula “Creatividad versus miedo” (2005), uno de los muchos libros de diseño y creatividad que me daba el lujo de comprar cuando no tenía que pensar más que en mi misma. No os voy a mentir, lo compré por estética, porque me pareció monísimo para tenerlo en la estantería, y porque me atrajo el título. Dentro hay algunas reflexiones brillantes y bastantes chorradas, que supongo que es lo que se pretendía.

“A los 20 pirómano y a los 40 bombero”, escribía José Luis Esteo al principio de una reflexión sobre cómo el ímpetu que se da por supuesto en la veintena decae una vez llegamos al temido número cuatro. Lo decía no sin cierta aprensión, con temor de que esa reflexión (que en su día él entendió casi como sentencia, una amenaza) fuera una profecía, el inicio del declive, un “te vas a quedar calvo como tu padre, como tu abuelo».

A los 20 pirómana y a los 40 bombera… Yo no lo veo como una amenaza. Pienso que hasta los 40 (año arriba, año abajo) una está tomando decisiones, buenas o malas, y a partir de esa fecha empieza a sufrir las consecuencias o a recoger los frutos de esas decisiones, y a pensar si esa vida es la que quiere seguir viviendo o quiere cambiar.

Algunas veces esos cambios suponen un verdadero incendio (dejar una relación o un trabajo, cambiar de país, volver a ser pirómana), otras solo recolocar -o repensar- cómo queremos que continúe nuestra vida (bendita terapia). Apagar incendios.

Lo que sí que es cierto que a partir de los 40 se nos da mucho mejor apagar fuegos que provocarlos. Porque provocarlos es muy cansado y requiere de mucha inconsciencia. Tanta energía roban que hasta provocan insomnio una noche, décadas más tarde, solo con recordarlos.

Prefiero ser bombera, vamos, pero de lejos…

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