Sucedió en domingo | Una adolescente en París
"Domingo, 26 de diciembre: Tengo que admitir que me apetece divertirme el año que viene. Siento que merezco disfrutar de mí misma, de cosas tontas y de la vida en general."
Sé lo que estás pensando, que esa entrada de diario escrita a final de la semana y al final de un año, podrías haberla escrito tú rematando el 2020. Y yo. Pero lo escribió en 1897 Julie Manet, que a sus 19 años no sufría una pandemia, sino el dolor de ser huérfana. A Julie no le pesaba ese apellido ni haber sido la hija de una madre pluscuamperfecta a la que adoraba. Asumió desde la cuna que su tío, Edouard Manet, fuera uno de los grandes renovadores de la pintura occidental y jaleador de los fundadores del impresionismo, entre quienes se encontraba la mamá de Julie, Berthe Morisot, talentosa pintora que empezó a exponer en el Salón de París con solo 23 años. Y Julie se cargó eso a las espaldas como lo hacen a veces los seres nacidos en entornos como el suyo: primero, queriendo emular a los genios cercanos y luego, abandonando ese empeño para disfrutar de la comodidad de todos sus privilegios.
Berthe, que fue precoz en lo artístico, tuvo a Julie a los 37 años, una edad tardía a finales del siglo XIX para parir por vez primera. Su marido muró cuando Julie era una niña, y ella lo hizo a los 54, dejando a su hija huérfana con sólo 16 años. Pero Julie no estaba sola. Además de tener a la familia de su tío, su protección y educación quedó en manos del poeta Stéphane Mallarmé –comprensivo, seguro, me lo imagino: él quedó marcado y huérfano a los siete años–, quien al ver su desparpajo le permitió hacer una vida independiente juntos a dos de sus primas, Paule y Jeannie Gobillard,también sin padres. Así vivieron las tres, menores de edad, en el número 40 de la rue Villejuste, aunque si vais París –la pandemia lo quiera- no encontraréis calle con ese nombre, pues fue rebautizada con el de otro rimador profesional, Paul Valéry. Luego os explico por qué.
A Julie la "conocí" en un viaje a Amsterdam donde mi madre tuvo a bien regalarme su diario, editado en 2017 con el título de Growing with the Impresionists (Crecer con los impresionistas), que la chica empezó a los 15 años. En él recoge la pérdida de su progenitora y cómo se codeaba con esos nombres del arte tan rimbombantes. Lo que tiene de especial es su protagonista: una cría que tenía como asesor de lecturas a Mallarmé y como guía de museos a Degás o al mismísimo Renoir. Y su mirada, claro: la de una chica que desde su habitación adolescente nos cuenta por dentro ese París del arte y la cultura de finales del siglo XIX.
Pero aún siendo interesante, la clave de esa autobiografía está en el prólogo:"Es cuestionable si Julie podría llegado a ser una artista profesional: aunque su trabajo tiene encanto y es comercial (…) pero no es original. Nunca logró librarse de la influencia de Renoir y la abrumadora admiración que sentía por su madre frenó su estilo y le impidió hacer cosas nuevas". El quid está en ese "cuestionable" con el que la autora, Jane Robert, impide la tentación de glorificar la obra de una mujer que no dio más de sí porque no quiso. Y que se quedó en la sombra porque decidió hacerlo.
En aquel piso parisino con sus dos primas y una criada, en el que vivían un domingo eterno, las chicas organizaban conciertos, Julie leía todo lo que podía y las clases, todas centradas en el arte, la literatura y la música, las recibían sobre las materias que elegían y a domicilio. Era buena en casi todo: lo de escribir se percibe en los diarios; lo de leer en sus apreciaciones, agudas para su edad, aunque claramente marcadas por sus mentores –no tengo la menor duda de que su gusto por Edgar Allan Poe es cosa de Mallarmé- y dice la prologuista que aunque tocaba la flauta y el piano, donde mostró un talento especial fue con el violín. Además de sus dotes, algo debió influirle que hasta ese piso juvenil acudiera a darle clases Jules Boucherit, que además de ser un talento, era un hombre bello con el que la jovencísima Julie confiesa tener un crush.
A pesar de los maestros, las guías y el talento, el caso de Julie Manet es la prueba sin mácula de que el artista nace, pero como no se cueza, no va a ninguna parte. Una cosa es el talento y otra el trabajo. Una tener los medios y otra muy distinta, tener empeño. No me veréis en el club, tan flamenco, de los que dicen que para cantar, crear o parir una obra maestra hay que pasar hambre, pero sí tiene que haber cierta ceguera previa. Puede consistir, por ejemplo, en creer que existe un tope, que es alcanzable y perseguirlo hasta la extenuación. Es lo que tenía su madre, que vivía para sus paletas, sus óleos, sus pinceles. Unas ganas locas de levantarse y pintar, una falta de fatiga y de pereza que le permitía repetir, repasar, modificar cada trazo cientos de veces. Julie no era como ella.
Julie prefirió el camino de su tía Edma, hermana de Berthe con un talento igual o superior al suyo para la pintura, que dejó sus clases y su ahínco tras casarse. Nadie se lo impidió: en su casa espolearon sus talentos, pagaron sus profesores. Julie, a los 21 años hizo lo mismo. El diario de hecho, para en 1899, como si de alguna forma esa chica, esa mirada y lo que se proponía muriera ahí, cuando se promete con el también pintor Ernest Rouart y abandona todo intento de perfeccionar su técnica con el violín, de continuar en serio con las clases de Renoir y de escribir.
Esta semana hemos celebrado el 8 de marzo y decidí dedicar un rato a pensar por qué hay lideresas que solo reclaman el techo de cristal cuando a algunas nos bastaría con el que suelo dejara de estar tan enganchoso. No es por falta de ambición, es que hay que dejar –en condiciones sanas, de igualdad y dignas– elegir que cada cual elija cuál es su tope. Pero no fue el suelo ni el tejado el problema de Julie. Sin documentación que indique que fuera presionada para abandonar una carrera artística, su caso parece el de una elección: quizá no quiso batirse el cobre por el arte, ni competir para ir de exposición en exposición, y prefirió quedarse en casa haciendo todo eso -porque podía– por afición. La acompañó siempre en esa vida contemplativa su prima Jeannie, con quien organizó una boda doble: Julie con Rouart y Jeannie con Paul Valéry. Sí, es por él que la calle donde vivieron las chicas y más tarde también él, se llama así.
Me enteré más tarde de que Julie retomó un diario después de casarse. También que el contenido de esas páginas miraban más hacia adentro y hacia su fe, pues la pequeña Manet se convirtió con el tiempo en una católica apasionada. He leído algunas cosas buscando en esas líneas a la artista que encontré en el primer diario, pues sé que la religión puede ser un sustituto de algo que se ha perdido. Pero no me interesó esa Julie. No quedaba rastro de su chispa, ni de la adolescente que me contó París. ¿Y no será, me dije, que en esa edad se queda para siempre todo artista?
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