Sucedió en domingo | Una fábula al revés
"Me haces seguir a tu lado sólo porque eso halaga tu vanidad." La pareja de esta historia, que no es mía sino de David Garnett, atraviesa la puerta de la Sociedad Zoológica de Londres un domingo cualquiera de principios del siglo XX. Y lo hacen discutiendo. Sólo sabemos que es primavera y el motivo de la disputa: que ella no lo quiere como él la quiere a ella. “Lo que no es honrado es decir primero que me amas y después que eres cristiana y que amas a todo el mundo por igual”. Pobre John, da ternura oírlo rogar una correspondencia total y a poder ser, también exclusividad.
La historia es divertida hasta el instante en que John, dolido en su orgullo por la falta de pasión de Josephine, decide no volver con ella a casa. En lugar de hacerlo, se queda en el zoo y se mete en una jaula donde vivirá a partir de ese momento. La novela se titula Un hombre en el zoo y es una fábula a la inversa. No hay en sus páginas animales que viven peripecias que requerirían del don del habla. Al contrario, es la historia de dos humanos incapaces de entenderse y por eso uno de ellos decide animalizarse. Ese hombre convertido en bestia sabe articular palabras pero no importa porque es su imagen tras el marco que conforman los barrotes lo que le da una valía que hablando y existiendo no tenía. Convertido en carne expuesta para la diversión de otros adquiere su vida muchísimo más sentido. La diferencia con las cebras, los osos y el elefante, además de su laringe, es que John se ha metido en esa celda por su propia voluntad. ¿Os suena? Es posible, no tenéis más que cambiar la “jaula” por “instagram”.
Pensadlo bien: John decide quedarse allí y exhibirse buscando una venganza. El objetivo, acabar recibiendo un amor mayor del que recibe. Quizá ya no sea el de Josephine sino el de otra chica que pase por allí y confundida por los barrotes que los separan no vea sus defectos sino sus dones. O quizá no encuentre novia, pero a lo mejor a John le basta con toda la admiración de los visitantes, gente de paso y de elogio fácil que además evita dirigirle palabras feas gracias a un cartelito que el director del zoo colocó junto a su celda: “Se ruega a los visitantes no irritarlo con comentarios personales”.
El libro tiene más trasfondo del que parece, normal en un tipo como Garnett, chico de una inteligencia típica de la pandilla de la que formaba parte: el grupo de Bloomsbury, ese coto de agudeza propiedad de Virginia Woolf y sus colegas. Garnett aborda en el texto asuntos como el colonialismo británico y el racismo –los gerentes del zoo ven el tirón de John y le ponen un compañero negro a quien nadie, ni trabajadores ni visitantes, tratan del mismo modo–. También hay una crítica a las convenciones religiosas y retrata un feminismo incipiente que no acaba de librarse de las cadenas victorianas encarnado en una Josephine que se cree libre pero sigue más pendiente de lo que piensa la gente que de lo que ella quiere. Y hay, por supuesto, una crítica a aquel presente de 1924 en el que aún no era raro que se expusieran seres humanos en vitrinas. La ruptura que plantea la novela es que John fuera blanco, acomodado y entrara por su propio pie en su presidio.
Leí este libro cuando Periférica, la editorial que tiene a bien sacar títulos como este, lo editó en 2017. Yo no tenía entonces cuenta de Instagram, pero ahora que la tengo y el libro ha vuelto a mí, me he visto subrayando cosas nuevas. “No huía del mundo, al contrario, buscaba atraer la atención sobre sí mismo”, dice el narrador sobre la decisión de John. Y es que los cambios que operan en él dentro de esa jaula se parecen tanto a los que produce en nosotros esa ventana siempre abierta en el teléfono… Al otro lado hay gente que habla pero no importa. Gente que quizá no tenga derecho a voto ni vacaciones pero tampoco importa porque lo importante es lo que cabe en el marco, y en el marco sólo cabe un gesto, ni derechos ni deberes, ni alientos, ni ronquidos, tampoco los temores.
La gente dentro del marco es incluso capaz de hacerse daño. Es lo que le pasa a John quien, confiado en la seguridad de la jaula, no teme a sus vecinos y por eso le sorprende que el orangután le agreda en cuanto tiene ocasión. Si no lo acaba matando es gracias a la pantalla, perdón a los barrotes. Pero lo hiere. Y no una vez, sino varias porque el orangután no sabe leer el cartelito previsor que ha puesto el director del zoo. En una de sus arremetidas le arranca a John dos dedos de una mano. Pero el hombre, que podría irse cuando quisiera, sigue ahí, expuesto, exhibiéndose, convencido de que Josephine cambiará de idea y acabará aferrada a él.
No os contaré el final, leed el libro. Pero no os costará adivinar lo que sucede. No tenéis más que calibrar lo fácil que es pasar de mirar a admirar, de cómo puede un marco convertir en cuadro una lámina cualquiera y en el brillo tan distinto que adquieren las cosas cuando las observan a la vez multitud de ojos extraños. Tampoco olvidéis lo siguiente: vistos de cerca, sin margen para correr y sin filtros, todos perdemos encanto. Y que a más pantalla, menos chasco.
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