Cecilia Vicuña y Paloma Polo, dos artistas que demuestran cómo el arte puede transformar el mundo

¿Puede el arte cambiar el mundo?

Antes de seguir, perdonen lo grandilocuente de la pregunta. Después, pasando a la sección de respuestas, hay opiniones de todo tipo. Si hacemos caso al sociólogo francés Geoffroy de Lagasnerie, todo indica que no. Su libro L’art impossible, publicado en Francia el pasado octubre, cuestiona la eficacia del arte para generar transformaciones sociales. Afirma de Lagasnerie que, mientras que ha habido muchos escritos que a lo largo de la historia han despertado la conciencia política de sus lectores y los han llevado a la acción, no puede decirse lo mismo del arte. “No conozco a nadie que diga: Yo hice la revolución después de haber visto una obra de arte plástico”, afirmaba en una entrevista para la revista L’Observatoire de l’art. “Sin embargo, sí existe quien dice cambié completamente después de haber leído tal libro”.

Pero, ¿y si de hecho el arte sí transformara las cosas, solo que de un modo mucho más sutil y soterrado? La opinión de Manuel Segade, director del museo CA2M de Móstoles, parece cercana a esta hipótesis. Para él, tan político era Sorolla al pintar sus pescadores en tono de realismo social como Malévich al plantar un cuadrado negro en un lienzo, porque la decisión de pintar de una manera u otra ya es política. “Yo no creo en que el arte sea por sí mismo un instrumento de política directa, porque eso sería panfletario”, razona. “Pero sí una herramienta de transformación de las mentalidades, una leve mutación o ampliación de nuestra identidad”.

Una de las exposiciones que ahora alberga el CA2M es Veroír el fracaso iluminado (hasta el 11 de julio). Se trata de una retrospectiva de la chilena Cecilia Vicuña (Santiago de Chile, 1948), cuyas obras, a veces instalaciones monumentales –como los 10 metros de cascadas de lana del Quipu menstrual (la sangre de los glaciares)–, a veces minúsculas y frágiles esculturas realizadas con materiales pobres –las basuritas o precarios– transmiten entre otras cosas un firme posicionamiento político. Cuando llamo por teléfono a la artista para hablar de la cuestión, la encuentro cocinando en su casa de Nueva York. Pero apaga los fogones para expresar una postura clara también en esto: “El arte puede cambiar la percepción. Y la física cuántica nos dice que el mundo es su percepción. Así que el arte directamente no puede cambiar nada, pero al cambiar nuestra percepción lo cambia todo”.

El de Cecilia Vicuña es un arte político –radicalmente político incluso– pero también innegociablemente poético, y sobre todo está atravesado de una espiritualidad excéntrica, lejos de cualquier afectación o solemnidad, que tiene que ver con sus propios orígenes familiares. “Crecí en un ambiente politizado y espiritualizado a la vez”, me explica. “Mis padres eran como de dos mundos distintos. Mi papá de familia vasca e irlandesa, intelectual, con escritores, muy política y perseguida durante generaciones. Por ejemplo mi abuelo paterno fue pionero en recibir refugiados de España y de la Alemania nazi. Y mi mamá era indígena. De ella saqué esa asociación con la tierra, con su cuerpo, de andar por ahí en piluchas, en pelotas. Es una metafísica del cuerpo, de los olores, de lo táctil, que era el ingrediente que faltaba”.

cecilia vicuña

A mitad de los años 60 adquirió una conciencia ecológica que la llevó a crear las primeras “basuritas”, esas esculturas efímeras hechas con materiales modestos encontrados en el mar para que la naturaleza volviera a absorberlas. ¿Cómo era ese ecologismo suyo de entonces porcomparación al de ahora, cuando la urgencia por preservar el planeta está mucho más extendida? “Nuestra relación con la muerte ya no es de regeneración como entonces, sino terminal. Nos enfrentamos a la posible extinción de la especie, algo cada vez más posible. Así que si comparas el discurso de la niña Cecilia de 17 años con el de Greta Thunberg hoy, puedes decir que es el mismo, pero el lenguaje resulta radicalmente distinto. Mi discurso era decir aceptemos que esto es real, el de ella es o cambiamos ahora o nos acabamos. Así que en mí todavía había un atisbo de esperanza. De que podía generar alguna transformación”.

En 1972 viajó con una beca artística a Londres, y allí vivía cuando en su país los militares dieron el golpe militar que culminó con la muerte del presidente Salvador Allende, un trauma colectivo que también ella acusó. Todo esto agudizó su conciencia política, pero también afectó a su producción. Suele decirse que abandonó la pintura, pero Vicuña alega que fue más bien la pintura la que la abandonó a ella. Además, gran parte de su obra producida hasta entonces se perdió. “Seguí pintando hasta unos seis años después del golpe, y después lo dejé. Pero después, hacia 2012, me sucedió algo extraordinario, y es que varias mujeres que aparecieron en mi vida se enteraron de que yo había sido pintora y sintieron curiosidad, entre ellas la historiadora del surrealismo Dawn Adès. Le mostré una pintura que llevaba casi 40 años olvidada, y sentí que su energía al verla revivió en mí algo que estaba dormido. Y de ahí agarré de vuelta el pincel”.

De esto pasó a ser considerada una de las personalidades con más influencia del mundo del arte (figura en el puesto 17 de la lista de los 100 más poderosos de la revista ArtReview), a presentar quizá la pieza más icónica de la documenta de Kassel de 2017 (Quipu Mapocho, prima hermana de la que puede verse en el CA2M), y a ganar en 2019 el Premio Velázquez, el más prestigioso que en nuestro país se concede a un artista plástico. “Eso fue una sorpresa absoluta, lo que menos habría esperado en el mundo”, asegura. “Tenía la impresión de que en España mi trabajo no se conocía. Así que fue como caerme por un abismo y aterrizar parada (de pie), como en los dibujos animados”.

Una exposición individual en el CA2M (en su caso, en 2019) es solo una de las cosas que con ella tiene en común la española Paloma Polo (Madrid, 1983). Otra es, naturalmente, la conciencia política, que ha sido una constante desde los inicios de su carrera como artista. Ahora inaugura su primera muestra en la galería Sabrina Amrani (del 7 de abril al 27 de mayo). Llamada Superposición, reúne obra suya de hace unos años, y demuestra que la política está en todo y todo lo permea, incluso el terreno supuestamente ultrarracional de la ciencia. Las piezas de la exposición –fotos, collages, proyecciones de diapositivas, placas fotográficas y un dibujo– parten de su proyecto The Path of Totality, que estudia cómo las antiguas expediciones científicas para observar los eclipses –como la que emprendió en 1919 a la isla de Príncipe el astrofísico británico Arthur Stanley Eddington, que permitió verificar la teoría de la relatividad de Einstein– también tuvieron su lado oscuro en forma de explotación colonial.

“Esas expediciones requerían grandes medios e infraestructuras”, me explica Polo. “Paradójicamente, los pueblos y culturas subyugadas que servirían a esas empresas, si bien observables en plena luz del día, solían ser opacas e invisibles a ojos de la ciencia astronómica. Por ejemplo, Eddington era un hombre muy religioso, cuáquero y pacifista, pero sus diarios de viaje no hay ninguna observación ni anotación crítica sobre la mano de obra semiesclava que explotaba el dueño de la plantación que le hospedaba. El archivo The Path of Totality examina aquellos frágiles y transitorios observatorios erigidos con materiales y fuerza de trabajo local para observar los eclipses”.

Recordemos que las islas de Santo Tomé y Príncipe, en la costa occidental de África, eran un punto decisivo del comercio de esclavos hacia Brasil, que a su vez generó la aparición de plantaciones de café y cacao que proveían, entre otros clientes, a la firma Cadbury’s.

Las dinámicas del colonialismo y sus efectos en el mundo actual siempre han interesado a Paloma Polo. Durante tres años vivió en Filipinas, convivió con comunidades indígenas y campesinas y estuvo inmersa en la lucha política del país, hasta que le vedaron la entrada por sus actividades. En ese tiempo, explica, “pude constatar la persecución y la violencia que el Estado ejerce sobre defensores de los derechos humanos, activistas y comunidades que son violentamente desplazadas y despojadas de sus recursos”. Aprendió a vivir bajo los protocolos de seguridad que exige la lucha política cuando ha de funcionar en la clandestinidad, mientras debía vencer los recelos que al principio tenían los propios activistas que la rodeaban.

“En ese clima de tensión política, era normal que fuesen muy precavidos con cualquiera que, como yo, manifestase su interés y una solidaridad con los conflictos del país, porque suele haber infiltraciones de espías”, recuerda. “Me insistían en que siempre tenía que actuar como si estuviese en el peor de los escenarios. Entendí que lo razonable era ser lo más paranoica posible.”

Con el material que logró llevarse de la experiencia realizó un documental que sirvió como eje central a El barro de la revolución, su exposición de hace dos años en el CA2M. El pasado marzo se supo que el vídeo lo ha adquirido el Reina Sofía para su colección permanente. “El aprendizaje en Filipinas me ha hecho ser más consciente de la complejidad y enraizamiento que tiene el pasado colonial, y de la violencia que esta arquitectura de poder continúa perpetuando en la configuración sociopolítica actual. Esto nunca podrá resarcirse”.

Con lo que llegamos a la misma cuestión con la que empezábamos. Entonces, ¿dónde queda la capacidad transformadora del arte? Polo reclama autonomía, porque cuando el arte se somete a la política pierde fuerza e interés, pero al mismo tiempo cree que los artistas deben partir de un compromiso político o al menos de una reflexión crítica hacia su contemporaneidad y lenguaje. “Mi pregunta es más bien cómo encontrar un camino común entre arte y política para que los dos puedan ir de la mano sin servidumbres. Por otro lado, me gustaría que los artistas no fuésemos solo un síntoma, o un espejo que señala la realidad en que vivimos. Hemos de ser más proactivos, proponer ideas. El arte no es representación. El arte crea mundos, relatos e imaginarios”.

Y quizá sea esta la respuesta que buscábamos, porque crear mundos también es una forma de cambiar el mundo.

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