Estrellas sobre Santa Clara

Hay ciudades que tienen ese algo como pasa con algunas películas y muy (pero que muy) pocas personas. Ese algo, lamentablemente, no se puede comprar o parametrizar, ni mucho menos reproducir en un laboratorio por mucha plata que brille en el escaño de las buenas intenciones: estoy pensando en Pearl Harbor, aquel tostón de Michael Bay con Ben Affleck, Josh Hartnett y Kate Beckinsale, tratando de replicar el meteorito Titanic (bellos galanes, banda sonora lacrimógena, mucho amor en slow motion), pero es que el amor no cabe en una fotocopia ni se refleja en los espejos, como los vampiros. El amor no se puede enjaular porque siempre se está yendo, qué rabia da no poder atarlo cuando aparece, pero es que cuando está (ay) no piensa uno en nada más que en canciones tontas, piel con piel y ratitos buenos. Nos pasa con las rupturas mal encajadas —¿se puede encajar bien que se acabe el mundo?— que tratamos de volver a los mismos lugares (con otras personas, craso error) intentado revivir aquello que sentimos entonces, como replicantes taciturnos: qué perdidos estamos.

Lo pensé la última vez que subí al mirador del monte Urgull (uno de los tres cerros junto al Igueldo y al Ulía) frente a la bellísima isla de Santa Clara, la playa de Ondarreta allá al fondo. Tamarices, piedras ajadas sobre el edificio más antiguo de Donosti (su castillo medieval) y algún gato perdido, salitre inundando de vida tus pulmones, gaviotas volviendo de esa casa que es el cielo. El tiempo se detiene. Sobra la música, sobran casi hasta las palabras, ¿cómo es posible tanta belleza? Lo pensé entonces y lo recuerdo ahora caligrafiando esta carta: hay cosas que solo pueden ser en un lugar porque le pertenecen. Personas que no volverán. Momentos que se irán como lágrimas en la lluvia. A mí me ha costado una vida entender el trato: qué bonito fue el brillo de entonces. Qué de luz dio aquella lumbre.

Bajaremos despacito Urgull y volveremos a lo Viejo —y se nos irá olvidando la melanco- lía en los bares de siempre—. El risotto en el Borda Berri, la tarta de queso de La Viña y un champán en el Atari. Donosti es patria de mujeres fuertes, cocineras de raza como Elena Arzak o Aizpea Oihaneder en Xarma Cook & Culture. Caerá otra Gilda, “verde, salada y un poco picante”, la cinematográfica creación de Joaquín Aramburu, alias Txepetxa, homenaje a la bofetada de Glenn Ford a Rita Hayworth en aquella película más bien olvidable de Charles Vidor. Imposible disociar Donosti del planeta cine, de tantas estrellas pateando el Kursaal y luciendo palmito en las escaleras del Maria Cristina: ese hotel que no es un hotel, es una embajada de un reino llamado belleza. Creo que Michael Fassbender se presentó en moto tras recorrer media Europa, camiseta remangada y esa sonrisa que desarma dictaduras. Aquella noche ardió Donosti: cómo no quererte, papito.

Recuerdo cuando le pidieron a Louis Armstrong que tratase de definir qué secreto esconde el jazz: “If you have to ask, you’ll never know”. Como el amor, como un paseo (al caer la noche) frente a Santa Clara, cobijadito el corazón bajo la Concha. Es cierto: hay otras ciudades, pero ninguna como San Sebastián.

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