La invasión de lo cuqui se apodera de las pasarelas

Como refugio, evasión y victoria ante un mundo que pincha, lo cuqui -traducción española de lo cute (en inglés) o lo kawaii (del japonés)- se va imponiendo dulce e irremediablemente como la longitud de onda en la que nos expresamos (sobre todo comprando) y nos relacionamos. Hablamos de una fiebre viral por todo lo infantil, achuchable, tierno y vulnerable: todo es redondo y de color pastel, y lleva ojitos, orejitas o naricita. Nos llamamos cariño, bonita, bebé, gordi y todo es mono o monísimo. Hablar en un tono agudo y aniñado se impone en el código de la erótica femenina. El abrazo sustituye al apretón de manos y ese oscuro objeto de deseo ya no es el sexo, sino dormirse haciendo «la cucharita». El fenómeno, aupado por una inmensa minoría, tiene un fondo de armario inquietante: ¿cómo es posible que nos entreguemos a esta blandura justo ahora? Podríamos contestar, pero tendríamos que hacerlo con un emoji. O un gatito.

La moda ha detectado rápidamente esta necesidad de cambiar de canal que para algunos resulta mera anestesia nostálgica, narcisista y hedonista. Desde hace varias temporadas, personajes de dibujos animados, texturas peludas y excéntricas siluetas oversize han entrado en tromba tanto en la alta costura como en la rápida, y nos permite proyectarnos como entes vulnerables, empáticos y adorables, aunque formemos parte de empresas, instituciones y estructuras inflexibles.

Calcetines, ropa interior y pijamas con unicornios, nubes y estrellas. Sudaderas desde las que nos miran los ojazos de Bambi o Dumbo, de Givenchy a Bershka. Los Looney Tunes en Gucci, Hello Kitty en Furla y Tom&Jerry en Etro. Mickey Mouse hasta en la sopa. Moschino tiró de una figura máxima de lo cuqui: la serie de dibujos Mi Pequeño Pony, con su santo y seña «Friendship is magic» [«La amistad es mágica»]. Y Snoopy es un dibujo tan amado en H&M como en Paul & Joe. Te lo juro.

La estética del desvalimiento

Compramos para enternecer y enternecernos, aunque este alivio rápido contribuya a afilar aún más las aristas del sistema que deseamos humanizar. Lo paradójico caracteriza tanto nuestra época como lo cuqui. La pregunta es: ¿podemos explicar el irresistible poder de lo cute como un mero mecanismo compensatorio o en puro escapismo? ¿Tan elementales somos? Para Simon May, profesor de Filosofía del King’s College de Londres y autor del ensayo El poder de lo cuqui (Alpha Decay), la respuesta es no. Efectivamente, el planeta cuqui nos permite «escapar de nuestro mundo tan amenazante a un jardín de inocencia y paz -explica-. Sin embargo, malinterpretamos de punta a cabo lo cuqui entendido como sensibilidad cuando lo consideramos una mera estética del desvalimiento que infantiliza a sus consumidores». Su tesis es seductora: «¿Y si lo cuqui no es una distracción frívola con respecto al espíritu de nuestro tiempo sino una poderosa expresión del mismo?».

«Lo cuqui está en sintonía con una época que ha visto languidecer sus vínculos pretéritos con dicotomías sacrosantas como masculino y femenino, sexual y no sexual, adulto y niño, ser y devenir, efímero y eterno, cuerpo y alma, absoluto y contingente, e incluso bueno y malo. Dicotomías que antaño estructuraban grandes ideales, pero que hoy se consideran menos sólidas y más porosas de lo que tradicionalmente se creía», explica May, quien apunta a la indeterminación de E.T. o del Balloon Dog de Jeff Koons, híbridos y sin edad.

Esta «celebración de la indeterminación» redunda en una sensación de libertad que es otro atractivo de lo cute. «Sobre todo, libertad frente a la tiranía de la identidad y del poder […] pues las cosas o las personas cuquis son a menudo, quizá habitualmente, de poder, género, edad, origen étnico y moralidad indeterminados.»

En esa indeterminación reside otro rasgo de lo cuqui que es, justamente, su supuesto opuesto: lo siniestro, lo inquietante y lo monstruoso, agazapado tras figuras supuestamente inofensivas. Como sucede en Japón, que ha pasado de proyectarse en la agresiva figura del samurai a quererse kawaii tras la Guerra Mundial. «Presentarse como kawaii significa parecer no solo vulnerable y necesitado de protección, sino también rabiosamente autosuficiente -escribe May-. No solo demostrar que no representa amenaza, sino ser también sutilmente despiadado en la defensa de los propios intereses. Hacer gala del desvalimiento y, al mismo tiempo, mostrarse alegre y recrearse en la propia vulnerabilidad».

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