La nueva vida de Meghan Markle
El 5 de enero, Beyoncé y Jay Z llegaron a la gala de entrega de los Globos de Oro una hora tarde y se fueron 20 minutos antes de que acabara, justo mientras Joaquin Phoenix agradecía el premio al mejor actor. No solo no se plegaron al obligado paseíllo por la alfombra roja, sino que se hicieron acompañar por un guardaespaldas que llevaba dos botellas de Ace of Spades, el champán propiedad del rapero. Como era de esperar, no hubo escándalo alguno ni por la descortesía de sus destiempos ni por el desaire a Moët & Chandon, la marca que pagaba barra libre y espectáculo. Al contrario. El análisis viral fue unánime: ahí quedaba otra demostración de poder de los intocables Carter-Knowles.
La huida de Meghan Markle a Canadá, una declaración de independencia vía Instagram cuyos términos negocia el príncipe Harry en Londres, no ha sido recibida con tanta concordancia. De un lado, claman los que constatan que el papel de princesa le ha venido grande a la actriz, “culpable” del “inexplicable” deseo del nieto favorito de Isabel II de abandonar The Firm, apodo de una casa real británica que se entiende, ante todo, como marca. Del otro lado, la espantada se justifica por el racismo, el clasismo y el acoso al que los tabloides y algunos sectores de la alta sociedad han sometido a Markle y que recuerda a una versión 2.0 del que sufrió en su momento Diana Spencer. Recordemos: en la BBC, un comentarista comparó al primer hijo de la pareja con un chimpancé. En su comunicado viral, los duques de Sussex también le echaron toda la culpa de sus males a la prensa. Entonces, ¿por qué esta estampida de Harry y Meghan suena tan parecida a la displicencia de los Carter?
“Amigos, esto es poder”, tuiteó la actriz Jameela Jamil sobre la fuga de Meghan. Efectivamente, el real desplante habla más de una mujer empoderada que de una víctima amilanada. El mensaje de la pareja a sus mayores es: “No os necesitamos”. Nótese el cambio de paradigma: estamos ante una nueva generación de royals que, en la estela de las todopoderosas celebrities de nuestro tiempo, ya no requieren de la institución que los cobija para ser relevantes. Ni, por descontado, de sus reglas. Un ejército global de followers permitieron a los Carter-Knowles desembarazarse de la industria discográfica y mediática, y controlar ellos mismos qué, cuándo y cómo. Los duques de Sussex, sometidos hasta ahora a la agenda y narrativa oficial, amenazan con abandonar la disciplina de la casa real y convertirse en libérrima marca. Es la primera power couple de la realeza, acaso más poderosa que los Clooney, los Beckham y hasta los Obama (de los que dicen que, además de ser sus amigos, les han asesorado a la hora de dar sus pasos). Y una evolución lógica tras el largo proceso de celebritización de la monarquía británica desde que la reina Isabel II decidió retransmitir su boda por televisión, la primera de la historia.
Dramas reales
Neil Blain y Hugh O’Donnell, autores del ensayo Media, monarchy and power [Medios, monarquía y poder], comparan la monarquía española, aún sustentada en parte en su contribución política al establecimiento de la democracia, con la británica, ligada a lo que denominan “una lealtad de consumo”. En esta postmonarquía, los ciudadanos no conectan ya con el privilegio de los apellidos, sino con un consumo continuado de imágenes y relatos protagonizados por los miembros de la familia real. Pasamos de súbditos a fans. “Incluso los discursos más irrespetuosos ayudan a vender la realeza como producto mediático”, afirman los autores.
Además, los relatos reales se parecen cada vez más a los de los culebrones o los reality shows: su objetivo es el desborde emocional. El foco ilumina lo personal y desdibuja lo político. “La celebritización de la monarquía británica tiene el efecto de oscurecer el poder religioso y racial que la legitima”, escribe Holly Randell-Moon, desde la Universidad de Otago, en Nueva Zelanda, de la relación de la casa real británica con sus colonias.
El resultado de esta conversión de los royals en celebrities es fácilmente detectable en la moda, el espacio donde las princesas se disputan el favor mediático y ciudadano. Hay un abismo entre los cautelosos y uniformados looks de Isabel II o de la reina Sofía y los alardes estilísticos de la duquesa de Cambridge o de la reina Letizia. Pilar Pasamontes, historiadora y directora científica de moda del IED Barcelona, explica esa renovada relación con las tendencias en el origen plebeyo de las nuevas princesas. “Ellas buscan otro tipo de legitimidad, que tiene más que ver con el favor de la ciudadanía gracias a una imagen fresca y renovada que, además, aligera y moderniza la imagen de la monarquía”. “La moda siempre ha funcionado a través de la influencia –tercia Teresa Sábada, directora de ISEM Fashion Business School de la Universidad de Navarra–. Poder y moda refuerzan mutuamente su legitimidad, en una relación que se ha explicado históricamente con el efecto derrame, en la que la monarquía está en la cúspide de la pirámide”.
Con todo este potencial a su alcance, ¿quién querría someterse al limitado papel de representación que distribuye Buckingham Palace? ¿Cómo admitir el silencio si tu proyecto de vida gira alrededor del activismo de alta gama y de ser portavoz de causas benéficas? Ashley Pearson, comentarista de la realeza británica durante dos décadas, opina que la duquesa de Sussex preferiría ser una celebrity a una royal. “No tenía ni idea del escaso glamour que conlleva la realeza y se ve en la obligación de ejercer el servicio público, pero con tiara”, ha explicado al Wall Street Journal. Solo bajo el estatus de celebrity podría florecer la marca duques de Sussex, lista para despegar gracias a una web muy parecida a la de los Obama (sussexroyals.com) y una licencia que les permitirá vender bajo la marca Sussex Royal más de un centenar de productos y hasta editar publicaciones impresas.
Sussex Incorporated
Meghan y Harry podrían seguir los pasos de Michelle y Barack, cuya empresa Higher Ground Productions producirá contenidos sensibles con la justicia social para Netflix, gracias a un acuerdo de 100 millones de dólares. Además, ambos han editado libros y memorias previo pago de más de 60 millones de dólares, venden merchandising en su web y facturan entre 200.000 y 400.000 dólares por conferencias y apariciones públicas. De hecho, los duques de Sussex contrataron hace unos meses a Sara Latham, la asesora que ayudó al matrimonio presidencial en el escándalo de Monica Lewinsky y que les está acompañando en cada uno de sus pasos.
De momento, Markle ya ha cerrado un acuerdo con Disney: cederá su voz a cambio de una donación a la protectora de elefantes Elephants Without Borders. Fue el príncipe Harry quien se lo sugirió a un ejecutivo de Disney, aprovechando un encuentro en el estreno del remake de El rey león en Londres, el pasado julio. Lo que se viralizó de aquella cita fue, sin embargo, el primer encuentro entre Beyoncé y Meghan. Unidas por la causa del antirracismo, la cantante llamó a la duquesa de Sussex “mi princesa”.
Y es que en el planeta de las celebrities todo son ventajas. Beyoncé las explicaba así en una reciente entrevista: “Cuanto más maduro, más entiendo mi valor. He tenido que recuperar el control de mi trabajo y de mi legado para comunicarme directa y honestamente con mis fans. Porque he hecho cosas en mi carrera solo porque no sabía que podía decir no. Todos tenemos más poder del que creemos”. Marionetas de nadie, las famosas globales ya solo rinden cuentas ante sus followers, suavemente hipnotizados por un flujo constante de imágenes perfectamente bellas. Libres de la evaluación moral, Meghan y Harry no tendrían que explicar cómo pueden defender la causa climática sin dejar de volar en jet privado.
El legado de Diana
Lena Partzsch, investigadora de la Universidad de Friburgo (Alemania), ha analizado el poder de las celebrities en la política global, y concluye que se mueven en una oportuna ambivalencia. “Los medios suelen retratarles como benefactores, pero sus fotos movilizan al gran público desde posiciones muy simplistas –explica–. Todo el mundo apoya la lucha contra la pobreza, pero mientras no interrumpa los negocios. Al ocultar la complejidad política y económica que explica la pobreza, las celebrities ejercen un poder invisible contra los que aseguran defender, pues tal opacidad contribuye a reproducir un sistema injusto y su propia posición de privilegio en él”.
Desde que se anunció el compromiso entre Meghan y Harry, la vocación activista de la futura novia provocó dudas acerca de su adaptación al protocolario silencio que la casa real impone al respecto de causas políticas. De hecho, John Lloyd, del Instituto Reuters para el Estudio del Periodismo, predijo tensiones entre la visión conservadora de la monarquía que defienden el príncipe de Gales y el duque de Cambridge y el impulso modernizador que encarnó Diana, figura clave en la prohibición global de las minas antipersona.
“La realeza en el Reino Unido ha jugado la carta del tradicionalismo durante décadas. Ahora, 20 años después de la muerte de Diana, debe asumir su legado, la celebritización de la familia real, de una manera más radical en la figura de Meghan –escribió este periodista en el Financial Times, poco después de la boda de los duques de Sussex–. Estas dos visiones de la monarquía deberán encontrar la manera de convivir sin poner en peligro la supervivencia de la casa de Windsor”.
La pelota está ahora en el tejado de Isabel II, voz conciliadora en una serie de reuniones que tendrán que despejar la fórmula que permita a Meghan y Harry seguir en el área de influencia de la corona sin cortarles del todo las alas. La discusión es económica: la pareja quiere su libertad sin prescindir de la asignación (más de 2.700.000 € al año) que reciben del Ducado de Cornualles y que supone el 95% de sus ingresos; pero, sobre todo, es simbólica. Tom Bradby, periodista y amigo de la pareja, ha declarado a la prensa que, en el fondo de este asunto, está la intención de Carlos y Guillermo, el heredero y su primogénito, de “adelgazar la monarquía”, hasta dejar a la pareja sin prácticamente atribuciones. La serie The Crown narra a la perfección las terribles consecuencias que tiene este apartamiento de los royals, en la figura de la princesa Margarita, la hermana pequeña de la reina.
La pesadilla se repite para los Windsor, incapaces de cerrar la grieta que abrió Lady Di y por la que ahora trata de escaparse, de nuevo, una princesa. Una princesa por sorpresa: actriz, americana, de origen interracial y que, lejos de la corona, tiene más que ganar que perder.
El estatus de una fashion queen
En la estela de la metamorfosis de Diana Spencer como icono de estilo tras su sonado divorcio, Meghan Markle ha sabido atrincherarse en lo indumentario como un espacio de poder. La duquesa de Sussex cuenta con un margen mucho mayor que el de la futura reina, Kate Middleton, para abrazar las tendencias y ha sabido aprovecharlo bien: Meghan ha logrado que su valor en el mercado de las marcas suba como la espuma. En 2018, el periódico The New York Times valoró en más de 150 millones de dólares la contribución de la duquesa de Sussex al negocio de la moda británico.
Un año después, Lyst la coronó como la influencer con más poder prescriptor del mundo: las búsquedas on line de las marcas que ella respalda han aumentado un 216%.
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