Judy Garland demostró que la vulnerabilidad y la fortaleza no son cualidades opuestas (y Renée Zellweger lo sabe bien)
Si le preguntasen a cualquier cinéfilo por la actriz más idónea para interpretar a Judy Garland, el nombre de Renée Zellweger no saldría ni en las primeras cinco sugerencias. Sin embargo, basta con recuperar las palabras del crítico Kenneth Turan tras verla en su papel revelación de Jerry Maguire: “La señorita Zellweger evoca cierta tristeza cuando está contenta y cierta alegría cuando está triste”. Si le preguntan a cualquier ser humano qué siente al escuchar Over the Rainbow, es probable que su respuesta sea “tristeza y alegría”.
Judy entronca con el revisionismo melancólico del Hollywood actual de la serie Feud —sobre Bette Davis y Joan Crawford—, el melodrama Las estrellas de cine no mueren en Hollywood —sobre los últimos meses de vida de Gloria Grahame— o la próxima Blonde—donde Ana de Armas interpretará a Marilyn Monroe—. El ejercicio consiste en aplicar al pasado la sensibilidad actual respecto al feminismo, las enfermedades mentales o las narrativas construidas por la prensa. La reescritura de la figura de Garland es quizá la más difícil, porque ya en vida se la trató más como un mito, una fábula y una tragedia que como un ser humano.
Durante los 47 años que pasó en la Tierra, Judy Garland vivió varias vidas y varias muertes, todas ellas recicladas en relatos simbólicos: el juguete roto de Hollywood, atiborrada por su madre a anfetaminas para rendir en los rodajes y barbitúricos para dormir desde que tenía seis años; la diva imposible, despedida de tres películas por sus constantes retrasos, sus ataques de ira y sus inconvenientes intentos de suicidio; el icono gay, con el que el colectivo se identificó por ser una sufridora, ridiculizada y abandonada, que recurría al vodevil —dentro y fuera del escenario— para sobrevivir; o la vieja gloria, actuando en un cabaret de Londres por 100 dólares la noche.
Tres clichés que a menudo han eclipsado su monumental talento para el espectáculo, la cualidad de su voz para despertar emociones puras en el público y su astucia al encontrar el equilibrio entre entregarse al show business con seriedad —entendía el consuelo que podía traer al público y, además, era la única vida que ella conocía— y a la vez guiñar un ojo a la pantomima frívola de su industria. Su arte, por tanto, era una mezcla de magia y cinismo.
La cuarta vida de Garland fue un símbolo de resistencia: una hepatitis estuvo a punto de dejarla inválida, le dieron cinco años de vida y le garantizaron que no podría volver a cantar. Dos años después, grabó la apodada “noche más grande en la historia del espectáculo”, un concierto en el Carnegie Hall que pasó tres meses en el número uno y ganó cinco premios Grammy. Con el paso de los años, cada vez que Judy Garland cantaba Over the Rainbow el mensaje de la canción se alejaba más y más del optimismo de creer que existe “un lugar donde los sueños se cumplen y los problemas se deshacen como gotas de limón” para acercarse a la angustia de “si los pájaros azules pueden volar más allá del arcoíris, ¿por qué yo no puedo?”.
Ella misma acabó sus días delirando de madrugada, incapaz de dormir por la adicción a los somníferos a la que le había inducido su madre desde niña, hablando con una grabadora: “Quería creer, e hice todo lo que pude por creer, en ese arcoíris que un día soñé con recorrer. Pero no lo logré. Qué se le va a hacer. Mucha gente tampoco lo consigue”. A los 47 años, en 1969, Judy Garland murió en el baño de su casa de Londres por una sobredosis accidental de barbitúricos.
La muerte de la actriz se ha romantizado tanto como su vida: el funeral fue un espectáculo en sí mismo con Frank Sinatra, Lauren Bacall y Cary Grant, pero también asistieron amas de casa, adolescentes, hippies, mendigos, soldados y monjas. La mayoría, eso sí, fueron hombres gais que quisieron mostrar sus respetos a su icono a plena luz del día, sin avergonzarse, y siguieron guardando luto aquella noche en el bar Stonewall. Cuando la policía intentó hacer una de sus habituales redadas, humillantes y violentas, la clientela de Stonewall decidió que aquella noche no y así fue como las revueltas callejeras dieron lugar al primer Orgullo gay. Varios historiadores han negado esta conexión, alimentada por diversos testigos de los tumultos, pero una vez más cuando se trata de Judy Garland separar los hechos de la mitología resulta casi imposible. Al fin y al cabo, tanto ella como sus admiradores e incluso Dorothy en El mago de Oz prefirieron vivir sus vidas creyendo en la fantasía.
Sus médicos le habían recomendado en numerosas ocasiones que se tomase un descanso para recuperar fuerzas, pero Garland solo se permitió cinco días de reposo tras colapsar durante una actuación en el Palace Theatre en 1957. Renée Zellweger, por el contrario, dejó de trabajar durante cinco años y ahora suena como favorita para el Oscar por Judy.
Puede que los medios de comunicación no hayan evolucionado demasiado —las supuestas operaciones de cirugía plástica de Zellweger, que al final no han sido para tanto, despertaron una crueldad, un escrutinio y un juicio no muy distintos de los que convirtieron a Garland en un hazmerreír en los años cuarenta—, pero el éxito comercial de Judy demuestra que el público no era consciente de cuánto la echaba de menos hasta que se ha reencontrado con ella. Puede que parezca que Hollywood le está dando a Zellweger la segunda oportunidad que no supo darle a Garland, pero en realidad es Renée Zellweger quien le está dando una segunda oportunidad a Hollywood.
Las caras de Renée Zellweger: fragil, pizpireta, ‘sexy’, torpe… ella puede con todo.
‘Jerry Maguire’ Cameron Crowe (1996)
Adorable sin ser empalagosa, grácil sin ser elegante, su personaje era pura magia. “Cállate, ya me tenías con el hola” ha pasado a la historia del cine.
‘El Diario de Bridget Jones’ de Sharon Maguire (2001)
Las mayores estrellas son las que brillan interpretando a personas corrientes y además hacen que parezca fácil. No lo es.
‘Chicago’ de Rob Marshall (2002)
No era la mejor cantante ni bailarina, solo una mujer despreciable. Y nadie podía dejar de mirarla, más proeza teniendo al lado a Catherine Zeta-Jones.
‘Cold Mountain’ de Anthony Minghella (2003)
Ella levantaba el ánimo y la película entera. Un drama inerte que exultaba vida solo cada vez que aparecía Zellweger en plano.
‘Abajo el amor’ de Peyton Reed (2003)
Zellweger habría sido una estrella en cualquier época: sabe cómo pasárselo bien y contagiarlo al público. Con este remedo de Doris Day encandiló al espectador.
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