Blanca Li: vuelo hacia la eternidad
Sube una y cien veces el telón. Granada despierta. No se es profeta en su tierra. Dicen. Esta vez sí. Doscientas reverencias. Un ensordecedor estruendo. Son los aplausos. El Teatro del Generalife parece suspendido en el aire. Qué noche la de aquella noche. Una sucesión sorprendente de imágenes expresadas en el cuerpo de dos danzantes. Blanca Li. María Alexandrova. Diosas y Demonias. Noventa minutos sin interrupción ni descanso de dos mujeres bastándose. Un diálogo coreográfico brillante que alcanza la perfección técnica. De la Danza Macabra de Saint-Saëns a la Granada de Albéniz, el bullicio de una enorme ovación silencia los instrumentos.
Te fuiste con ocho años… hoy te reciben cuarenta y seis después. Aquello sucedió la noche del 23 de junio de 2018. Blanca María Gutiérrez Ortiz (1964) regresaba, no sin respeto, a su Granada natal. Aquella ciudad ‘llorada’ que la vio nacer bajo una familia numerosa de siete hermanos. Fue quizá ese ‘embrujo’ de la otrora capital nazarí, de zambra y Sacromonte, lo que la empujó a bailar flamenco. Duró poco, pues pronto mudarían a Madrid y a los ocho años Blanca se encontró en una urbe desmedida, caótica…, pero llena de libertad.
Descubrió el ballet clásico, riguroso, disciplinado, sistémico…, aunque tampoco duró lo suficiente, pues junto a ella se inscribieron sus cuatro hermanas. Y aquello se convirtió en una lucha de tutús, de idas y venidas en coche, de horas extraescolares, de incansables viajes que no pudieron soportar sus padres. Pero la suerte volvió a llamar a la puerta de Blanca. Pasaron por su colegio con el pretexto de hacer una audición para formar el Equipo Nacional de Gimnasia Rítmica, y allí estaba ella, menuda, elástica, escultural.
«Ese fue mi trampolín, tenía 12 años y empecé a ser independiente. Iba a la escuela y después pasaba la tarde entrenando hasta las diez de la noche, fines de semana, vacaciones, veranos… Ahí aprendí lo que era el trabajo, la disciplina y la fuerza de voluntad, pues la competición era eso, tener que superarte siempre», rememora Blanca, mientras alarga su brazo derecho y lo lleva hacia la nuca en un juego imposible de estiramiento.
Pero el oro, la plata o el bronce no eran suficientes: «A los 15 años me di cuenta de que algo me faltaba, y era el lado artístico y creativo. No quería que estuvieran siempre puntuándome y evaluando, pensé que allí no encontraría mi libertad y necesitaba hacer volar mi espíritu. Fue entonces cuando me enteré de que existía algo que se llamaba danza contemporánea«.
Aquí acaba otra de las vidas de Blanca y comienza una nueva, una de tantas que vendrán. Ya tenía 17 años y su maestra le habló de la escuela de Martha Graham, esa sublime bailarina y coreógrafa que se inventó a sí misma. Puede ser manido, pero dicen que su influencia en la danza es equiparada a la que tuvo Picasso en las artes plásticas, Stravinsky en la música o Frank Lloyd Wright en la arquitectura.
O sea, un genio. Blanca hizo las maletas y les dijo a sus padres que se plantaba en Nueva York a hacer un curso de tres meses. «Pero cuando llegué, aluciné. Acudí también a la escuela de Alvin Ailey, de Merce Cunningham, descubrí el hip hop, la danza moderna, la africana, el jazz, la diversidad y la riqueza de danzas… Aquello era diferente», sonríe mientras recuerda.
Regresó por Navidad a Madrid, pero su vida ya estaba al otro lado del charco. Le dijo a su madre que quería volver a la ciudad de los rascacielos y pidió una beca al Comité Conjunto Hispano-Americano, se instaló allí compartiendo piso con una chica que estudiaba interpretación y buscó un trabajo de camarera.
Corría el año 82 y aquello parecía un episodio de Fama con Leroy a la cabeza. «Tenía la sensación de estar dentro de una película; artistas, bailarines, famosos… A veces me dio miedo, porque allí te podías perder muy fácilmente a todos los niveles. Hay quien se desviaba de la danza y comenzaba a hacer castings y audiciones para publicidad; hay quien se iba de crucero seis meses a actuar… –y continúa–. Yo decidí que me iba a concentrar solo en estudiar. Había mucha locura en mi vida, distracciones y peligros que los vi enseguida, como las drogas. En esa época todos se drogaban a muerte, pero en mi naturaleza está el no beber, ni drogarme ni fumar. Yo podía pasar toda la noche de fiesta sin necesitar nada. Lo tenía claro, no había llegado hasta allí para perderme. Cada noche me convencía de que no tenía que olvidar por qué había ido a Nueva York. Eso es algo que me ha acompañado siempre, todavía me levanto cada mañana y me pregunto: ‘¿por qué estoy aquí?, ¿qué es lo que quiero hacer?, ¿hacia dónde estoy yendo?’».
Cinco años en la Gran Manzana le sirvieron a Blanca para descubrir lo que a la señora Graham le había valido la pena: ser ella misma. Aprendió que había muchas maneras de hablar, de expresar y de sentir. Crearía su propia danza, montaría su propia compañía y coreografiaría sus espectáculos. Tenía solo 22 años.
Pero el amor también había llamado a su puerta. Él, francés, matemático, de padre coreano y colaborador del Gobierno francés. De nombre Étienne. De apellido Li. Después de una temporada en Nueva York, el Gobierno le obligó bien a volver a Francia, bien a un país cooperante. Así que se mudó a Marrakech, Marruecos. Blanca lo acompañó. Dejó atrás el sueño americano y comenzó una nueva vida, otra más, en el país africano.
Pero, ¿qué pretendía hacer una mujer, bailarina, en esa época allí? Sus sueños tampoco se iban a cumplir y en menos de un año volvió a hacer las maletas y regresó a Madrid. Era la pos-Movida, la efervescencia artística de la ciudad la convenció, montó su propia compañía, su mítico bar, El Calentito –emblema del despertar cultural de una España que había dejado atrás el blanco y negro–, y continuó con el grupo musical que había creado allá por el año 83, Xoxonees, junto a su hermana, la hoy cineasta Chus Gutiérrez, su hermano Tao, músico, y dos amigas más.
Entre gira y actuación, Blanca, ya Blanca Li, pues había tomado el apellido de su chico –»adopté ese nombre porque me parecía precioso, rápido y ágil»–, seguía tomando clases de flamenco en Amor de Dios, ensayaba dos horas de ballet y daba sus propias clases. Después, servía copas en aquel bar. «‘¿Qué hago con esta energía?’ –se preguntaba–. Tenía miedo de no saber canalizar toda esa fuerza y no poder seguir creciendo. Fue entonces cuando decidí trasladarme a París».
Étienne también decidió mudarse a la Ciudad de la Luz y empezar una nueva vida junto a ella: «Nuestra historia de amor ha sido muy fuerte, a pesar de todo siempre hemos estado juntos». Era 1992 y la capital francesa, después de su espectáculo en la Exposición Universal de Sevilla, le abrió las puertas y pasillos. Tenía posibilidad de enseñar y vender su trabajo, conseguir coproducciones, llenar los teatros…
«Francia me ofreció la posibilidad de ser yo, de crecer y madurar, de equivocarme, construir y existir como artista», sentencia. Llegaron las colaboraciones, coreografías para cineastas, campañas de publicidad para Jean Paul Gaultier o Louboutin, los cabarés y los desfiles, Rossy de Palma, Almodóvar y la vie en rose…
«Al principio me criticaron, lo he pagado caro. ‘Esta hace de todo y no se toma nada en serio’, murmuraban. Pasé unos momentos muy duros, el Ministerio de Cultura francés me cerró las puertas… y las subvenciones. ‘No es concreto lo que haces’, me decían. Pero yo no me iba a convertir en algo que no soy, y seguí adelante», afirma.
Esa convicción le valió la gloria. La parte ministerial casi dictatorial le sirvió para que productores teatrales, compañías y festivales la quisieran frente a sus butacas. Creció el mito. Regresó Blanca Li. Crítica y público aceptaban de buen grado su arte multidisciplinar y ecléctico. Llegaron las condecoraciones: Caballero de la Orden Nacional del Mérito de Francia, Oficial de la Orden de las Artes y las Letras por el Ministerio de Cultura francés, Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes en España, Caballero de la Legión de Honor del país galo y hasta su propia entrada en el diccionario francés Petit Larousse.
Hoy, frente a mí, hay una persona que jamás tiró la toalla, que nunca pensó en dar un paso atrás, pero sí dos adelante. Recién nombrada directora de los Teatros del Canal de Madrid, piensa solo en crear un espacio vivo, abierto, multidisciplinar y de intercambio. Que nadie sufra lo que ella padeció. Frente al objetivo del fotógrafo flota casi aérea. Parece Dovima ante la cámara de Richard Avedon para un Harper’s Bazaar de 1955. Aquel que decía que todos los retratos, y los suyos en particular, eran opiniones. Aparentemente sencillos, pero profundamente psicológicos, sus retratos, se acercaban más a fotografías del alma. Como la de Blanca, que hoy parece que va a volar hacia la eternidad.
Peluquería y Maquillaje: Amparo Sánchez (X Artist Management). Producción: Beatriz Vera. Asistente de producción: Julia Lladó. Asistente de fotografía: Adrián Ríos. Asistente de estilismo: Sandra Muñoz.
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