El plan para que Isabel II se deshaga de Boris Johnson

El primer ministro británico, el conservador Boris Johnson, afronta sus peores semanas en la vida política. Cuestionado por propios y extraños, con acusaciones de acoso sexual a una periodista en 1999 –algo que ha negado– y sin ningún apoyo salvo de los brexiteros más enloquecidos, afronta la recta final de su Brexit herido políticamente. El Parlamento, antes de la disolución –apaleada en los tribunales– a la que ha obligado Johnson a la reina Isabel II, ha dejado aprobada una ley que impide su Brexit soñado: sin acuerdo y sin que Europa ceda un milímetro ante los aspavientos de la caballería etoniana más indomable. Si intenta que a finales de este mes se produzca el Brexit sin acuerdo, se habrá saltado la soberanía. Y ni los Comunes ni la reina se van a quedar esperando que eso suceda. El problema es que el país no tiene muchos mecanismos para echar a un rebelde del número 10 de Downing Street.

La situación actual es complicada: la ley antibrexit obliga a Johnson a pedir una prórroga –su sentencia política de muerte, porque ahí el Parlamento forzaría unas elecciones al no tener que preocuparse de las ocurrencias que pueda tener Johnson mientras se vota o no se vota- si no consigue un acuerdo con Europa antes del día 19 de octubre, algo que ha intentado hoy otra vez en vano. A Johnson le queda una baza que parece un plan del Joker -el de Heath Ledger-: recurrir a un estado de emergencia en el que aumenten sus poderes políticos mediante una ley de 2004. Recurrir literalmente, porque los popes y medios de comunicación de los Brexiteros Locos -no se llaman realmente así- que apoyan a Johnson dentro y fuera del Parlmaneto están pidiendo desde sus tribunas que haya revueltas y disturbios y violencia ante todo lo que huela a un segundo referéndum. Algo que posiblemente sucederá si echan a Johnson.

Repasemos esto un segundo: un insólito grupo de personas están pidiendo su propia versión de los chalecos amarillos y los disturbios de Hong Kong para que un primer ministro sin alternativas pueda saltarse la soberanía parlamentaria. Por supuesto, han empezado a aparecer voces que piden que la reina Isabel II intervenga y defenestre a Johnson. Mientras, Ian Birrell, columnista y tertuliano político, comentaba en una columna en iNews que "una fuente muy bien situada" (posiblemente el ex primer ministro John Major, gran aliado político e íntimo de la reina) le había confiado que la mismísima reina de Inglaterra estaba "pidiendo consejo" sobre cómo deshacerse de Boris Johnson. Algo aparentemente impensable, pero que ha sucedido varias veces ya.

La última fue en 1979: el laborista James Callaghan perdió el voto de confianza (por un único ídem) de la Cámara, pero se negó a dimitir. La solución, consensuada con la reina, fue que la reina disolviese el Parlamento y convocase elecciones. Su adversaria, Margaret Thatcher. El esperpento de Callaghan sólo consiguió que la implacable política empezase su thatcherato metálico de 11 años legitimada tras una brutal paliza electoral al laborismo.

Sin embargo, en esa tensión eterna entre Parlamento y Corona para ver quién manda (que se remonta a 1215 y que hace ya 331 años que la gente sin corona ganó de forma más o menos clara), la reina perdió esa potestad en 2011. Una ley de dicho año impedía a monarca alguno disolver el Parlamento en casos de bloqueo total. Y, de paso, también impedía jugarlo todo a una sola mocion.

En la situacion actual, si un primer ministro como, digamos, Boris Johnson, perdiese una moción de censura, podría aguantar todavía 14 días en el poder.La idea no es ésa. Es que renuncie a su puesto, quede en funciones, e intente formar un nuevo gobierno que renueve la confianza de los Honorables Comunes. Si tras esas dos semanas una segunda votación persistiese en negarle la confianza al equipo elegido por el primer ministro en funciones, se convocarían automáticamente elecciones generales. ¿Complicado? Bienvenidos al parlamentarismo inglés, y a un constitucionalismo elaborado a partir de la common law, siglos de tradiciones y menos gusto por la letra del que tienen democracias más obsesionadas con la sintaxis que con la semántica, como la nuestra.

El problema, el enorme elefante en la habitación de tremendo pelazo rubio, es que Boris Johnson no es precisamente un político inglés tranquilo. Es un barril de pólvora dentro de los Comunes; un tipo impredecible y heterodoxo en la consecución de sus fines. Es perfectamente factible que en esos 14 días se negase a renunciar a su posición, pasar a estar en funciones y buscar un nuevo gobierno porque simplemente nada en la ley le obliga a ello. Esa ley de 2011 -que además lo que pretendía es recortar más los márgenes de la Corona- es un texto basado en el sentido común, la tradición, las normas del juego y en pensar que "blimey, ¿cómo todo un primer ministro de Su Graciosa Majestad va a comportarse así?" Una ley noble, para tiempos más civilizados. Y que no sospechaba que figuras como las de Boris tuviesen acceso -¡y sin urnas!- al domicilio más codiciado de la Calle Downing.

Ahora bien, lo que tampoco impide nada en esa ley es que la reina de Inglaterra encargue a otro político la formación de un Gobierno que se someta a esa segunda votación de la Cámara. Porque la función constitucional del primer ministro -un cargo que no existe oficialmente como tal, empecemos por ahí- es crear, en nombre de la Corona, un Gobierno que tenga la confianza de los Comunes y ejerza ese poder que ella "delega" (enormes comillas) en las Cámaras. Así que ni la reina de Inglaterra ni los Comunes pueden defenestrar a Johnson. Lo que pueden hacer es buscarle un sustituto mientras él se atrinchera en la residencia del primer ministro.

Por supuesto, todo esto ocasionaría un desgaste brutal a la Corona. Y al Parlamento. Y a los sufridos ciudadanos británicos. Y hay algo todavía peor: en los últimos sondeos de opinión, Johnson sólo tiene un 37% de aprobación. Es una cifra por debajo de los peores momentos de Cameron o Blair… Pero es que el laborista Jeremy Corbyn, su alternativa en este escenario, no pasa del 16%. Nadie quiere a Corbyn.

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