La alegría encontrada de Lily Allen tras media vida al borde del abismo
La boda de Lily Allen y David Harbour en Las Vegas, tras apenas un año de noviazgo, ha sido uno de los momentos felices de 2020. La cantante, el actor y las dos hijas de Allen (Ethel y Marnie Rose, de ocho y siete años respectivamente) protagonizaron una jornada con toda la parafernalia de las bodas rápidas en Nevada: su imitador de Elvis, su capillita y unas hamburguesas de la cadena In-N-Out, entre las que solo llamaba la atención el Dior de 4.000 euros de Allen y la fama diversa de los contrayentes. Él, de 45 años, ha encontrado un renovado éxito como Jim Hopper en Stranger Things tras dos décadas de ser un secundario de lujo. Ella, de 35, artista autodidacta e inclasificable, ha vendido discos por millones, aunque nunca en las ligas de las grandes divas del pop. Ni ha tenido el menor interés por hacerlo.
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La dialéctica del amor como redención es peligrosa, pero en este caso la boda con Harbour es una alegría para los fans de Allen. En los últimos 15 años, la cantante ha vivido de todo. Aparte de sus dos hijas, sufrió un aborto poco antes de casarse por primera vez (y de haberse inventado otro unos meses antes). Y antes de ser famosa, ya llevaba más de media vida lidiando con la depresión, a la que sumar problemas con las drogas, la bebida, el dinero, la bulimia, las discográficas, la prensa, con abusos sexuales incluso dentro de su discográfica, con un acosador que le hizo la vida imposible durante siete años… De ahí el triunfo de una foto tan simple –y tan hermosa– como la de Allen zampándose una Double Double Burger vestida de novia, delante de un cartel de "no den comida a los pájaros" e irradiando la más pura felicidad.
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Para Allen es su segunda boda, una muy diferente a la que hace nueve años y dos meses le unió a Sam Cooper, empresario inmobiliario, padre de sus dos hijas, y del que se separó en 2016, en un divorcio que culminó en 2018. Aquella primera ceremonia se celebró en Inglaterra, al estilo inglés: boda en la campiña con vestido de encaje estilo imperio con un velo a lo años 20 firmado por Delphine Marivent; y otro vestido de mangas vaporosas para la recepción vespertina, firmado por Karl Lagerfeld, admirador de Allen desde antes de que la invitase a desfilar en 2009.
Y la felicidad de su Instagram desmiente, al menos en este capítulo, una de las constantes de la música y los textos de Allen: que sus impulsos, a veces demasiados autodestructivos (algo a lo que dedica capítulos en sus descarnadas memorias: My thoughts exactly, iban a llevarla a una vida de fracaso, soledad y pasarse varios días muerta en el suelo sin que nadie la encontrara. De eso iba Happy (Feliz), uno de los temas que compuso para un musical de Bridget Jones y que no aparece en ninguno de sus discos. Un tema compuesto en una época difícil para una artista tan meteórica como volcánica y en la que Allen habla por boca de Jones de sus anhelos y sus miedos, pero también se ríe de sí misma. Las tres coordenadas cartesianas de su música.
La sonrisa de Lily Allen
Aunque para entender todo esto hay que empezar por el principio. A finales de 2005, uno de los secretos peor guardados de la música británica es que había una chavala a-lu-ci-nan-te en MySpace, colgando unos temazos pop que sonaban más frescos que los amaneceres de junio, y con más toques de ska, jazz, un poquito de electrónica y un muchísimo de sarcasmo que cualquier cosa que hubieses oído en los primeros años del siglo XXI. Ahora nos suena más familiar eso de los artistas surgidos de Internet, desde Justin Bieber hasta Billie Eilish, pero en 2005 –el año en el que MySpace se convirtió en la web más visitada del mundo, un proto Facebook cuyo trono duraría tres años– el mundo no virtual empezó a descubrir a gente como Calvin Harris (10 años de su relación con Taylor Swift) o los Arctic Monkeys. Y, poco tiempo después, a una tal Adele.
Pero cuando la BBC empezó a pinchar los temazos de Lily Allen, lo de MySpace todavía pillaba a los A&R, los cazatalentos de las discográficas, por sorpresa. EMI inmediatamente le puso un contrato encima de la mesa, y algo mucho mejor: a un productor llamado Mark Ronson (Amy Winehouse, Adele, Bruno Mars… Ese Ronson), del que salió Alright, Still (Muy bien, pero). Un álbum que cuesta poco meter en cualquier lista de los mejor de la década, que venía acompañado de un jitazo llamado Smile, en el que habla de reírse del gilipollas de tu ex, y que vendió tres millones de copias cuando solamente las revistas de tendencias y la prensa alternativa se pegaban por entrevistarse con la deslenguada londinense.
https://youtube.com/watch?v=0WxDrVUrSvI%3Frel%3D0
En 2006, Allen era un torbellino: vertía las tripas en Internet, se echaba a llorar en las entrevistas, hablaba sin tapujos de la presión por el hecho de ser mujer, por no ser una belleza normativa, por no tener una educación ni una familia normales. Su trasfondo conocido: sus padres, divorciados desde su infancia, son un cómico inglés y una productora de cine. Tiene un hermano pequeño, Alfie Allen, al que dedica una canción en ese disco y que aún no es un actor famoso por interpretar a hijos ruinosos (Theon Greyjoy en Juego de Tronos, el Tarasov mataperros de John Wick). Su trasfondo no conocido: un historial de malas relaciones, abusos en la adolescencia y pequeños atisbos de que sufre depresión dos de cada tres días, trastornos alimenticios, y que el desembarco como artista superventas le ha abierto las puertas a un mundo de mucho alcohol y mucha fiesta a una joven de 21 años, con tanto talento como problemas personales.
Un “ciclo sin fin”, como contaba en sus memorias. “Levantarse. Maquillarse. Vestirse. Sesión de estudio. Contestar correos. Salir actuar fiesta darlo todo. Meterme en el avión, la furgoneta o el taxi. Una y otra vez. Y otra. Y otra más. Un ciclo interrumpido por dar a luz y cuidar de dos niñas… Antes de volver a empezar otra vez”. Lily Allen aparece más que perjudicada en las portadas y en las promociones. Mete el turbo de la fiesta. Se pasa entre los 21 y los 24 años viviendo como si fueran a cerrar el último after del planeta. Y airea los excesos en redes y declaraciones.
Una pulsión autodestructiva que a un mundo fascinado por la cantante le da igual. Han visto cosas peores salidas de Croydon: a Allen se la rifan los diseñadores y los fotógrafos del mainstream y del indie por igual, pese a que ella misma confiesa que se tiró diez años sintiéndose “gorda, fea y estúpida”. Se mete en todo tipo de broncas por internet con todo tipo de famosos. Le parte la cara a un fotógrafo. Empieza a salir con uno de los dos Chemical Brothers con el que lo deja cinco meses después, tras haberse inventado un aborto para salir de otra trampa de los tabloides y tirarse tres semanas ingresada en una clínica con una depresión tremenda.
Por supuesto, en esos tres años se convierte en carnaza para los tabloides británicos (que llegarían a inventarse citas de Allen insultando a otros músicos, algo totalmente innecesario y por lo que tuvieron que indemnizarla tras un juicio, y que llevaron al primer apagón de la cantante en Internet) y los paparazzi, contra los que consigue una orden de alojamiento. Después de haberle partido la cara a uno de ellos. Durante tres años, Lily Allen dibujó un patrón fuera del alcance de ninguna otra estrella: era mitad la mujer imperfecta, activista y combativa –dentro y fuera de sus canciones– que dibujaría Lena Dunham años después (Dunham siempre ha declarado su amor por Allen, y ambas trabajaron juntas en la tercera temporada de Girls), mitad Britney Spears repitiendo demasiado a menudo aquel 15 de febrero de 2007.
El miedo y el descaro
Y después de todo eso saca otro disco imprescindible: It’s not you, it’s me, en el que reparte estopa a los racistas, habla de sus problemas con los tabloides, de la fama, del éxito, de la imagen corporal y se tira al electropop, a las bromas con el country y a todo lo imaginable. Esta vez sin Ronson, pero con su otro productor del primer disco, Greg Kurstin, el tipo que tocaba todo lo tocable en el debut de Adele y que también ha colaborado con Sia. La doble maternidad y la vida entre Camden y la campiña con su marido y sus hijos la alejan temporalmente de la fama y sus peligros, salvo por el acosador que mencionábamos antes, que llegó a irrumpir en su casa y amenazarla de muerte con un cuchillo.
https://youtube.com/watch?v=q-wGMlSuX_c%3Frel%3D0
Pero la vuelta al estudio y a las giras se convierte en un nuevo infierno. El disco no sale, se convierte en “espaguetis contra la pared”, “experimentación”, “probar cosas”. Todo eso son palabras de Allen durante la promoción, pero la realidad es que la discográfica cercena todos sus intentos por hablar de la maternidad y de su nueva vida. La industria presiona que Allen siga siendo una muñeca sexualizada, algo que la lleva a un intento de dieta extremo: bulimia y cocaína. Y a la ruptura matrimonial.
La crisis se agrava con la gira. Allen defiende en directo un disco que es poco más que una broma gigante (se llama Sheezus, un chiste con el Yeezus de Kanye West), aunque guarde cuatro o cinco o nueve perlas, porque por lo visto Allen es incapaz de hacer un mal disco. Aunque este no lo meteríamos en ninguna lista. La gira del disco se convierte en el fin: Cooper se echa novia nueva mientras Allen está de gira, y la cantante trata de apagar la soledad pagando a prostitutas para que se acuesten con ella entre concierto y concierto. La autodestrucción en su máximo apogeo.
La vida sobria y David Harbour
Sin embargo, la publicación de sus memorias y la libertad de hacer el disco que le dio la gana –No shame (Sin vergüenza)– en 2018 fueron un exorcismo. A partir de ahí, la cantante se ha reconciliado con su peor enemiga y ha lidiado como ha podido con el resto del mundo. No Shame pone frente a frente a la cantante con la culpa maternal, las largas temporadas de drogadicción y alcoholismo y la vida tras el fracaso matrimonial. También es un disco bastante político, en el que termina de perfilar el "socialismo champagne" del que siempre presumió y en el que los dardos se dirigen cada vez más arriba, tras haber dedicado canciones al estereotipo del extremista, el trol de Internet, el paparazzi, etcétera. Aunque menos que en su Twiter, donde invitó a algún primer ministro conservador que otro a actos sexuales con familiares que no reproduciremos aquí. Y que borró a finales del año pasado, tras decir que Boris Johnson había ganado las elecciones con los votos de racistas, y la campaña de acoso online contra ella que siguió a ese estallido.
Allen también buscó ayuda médica para sus problemas de salud mental, tras ser diagnosticada poco después de su separación con un trastorno bipolar, y empezó una lucha contra sus adicciones (incluyendo una adicción al sexo, que definió como "era eso o la heroína"). Redujo el consumo de alcohol mientras grababa el disco y el consumo del resto de drogas. Pocos meses después conocería a David Harbour, en enero de 2019 (aunque la relación como tal empezaría meses después). Y, en julio del año pasado, poco antes de que se hiciese pública la relación, Allen decidió abandonar por completo el alcohol y demás muletas autodestructivas, empezando una vida de sobriedad cuyo aniversario celebró en Capri hace unas semanas, en unas vacaciones en soledad.
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Ya en mayo de este año, la cantante anunció que se había prometido con el actor. Y, ahora, tras unas vacaciones en agosto junto a Harbour y las niñas por Croacia, Allen ha dado el siguiente paso: casarse con alguien con quien comer hamburguesas y reírse un montón.
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