La boda en el exilio de don Juan de Borbón y María de las Mercedes: vestido de Alta Costura, test de fertilidad y la hermana de la novia

Juan de Borbón no iba para rey y no reinó. La vida es caprichosa; a veces se empeña en que algo no suceda, por muchos esfuerzos que le ponga uno, y no acontece. Consumió sus esperanzas en un dilatado compás de espera hasta que en 1977 renunció a sus derechos dinásticos en favor de su hijo Juan Carlos. El abuelo de Felipe VI era el penúltimo de los seis hijos de los reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia. Una posición poco ventajosa para suceder a su padre pero que fue mejorando en 1933 hasta colocarlo en cabeza en menos de dos semanas. El 11 de junio Alfonso, primogénito del monarca, renunció a su primer puesto para casarse con la plebeya Edelmira Sampedro, el día 23 el segundo, Jaime, que era sordo, dejó correr el turno a petición de su padre (en 1949 quiso recuperar la vez) y la tercera y la cuarta –las infantas Beatriz y María Cristina– perdieron el pódium por culpa de su género en favor de su hermano Juan.

Fue en enero de 1935, momento que la infanta Beatriz unió su destino al de Alessandro Torlonia y Jaime ya se había prometido con Emmanuela Dampierre, cuando a Alfonso XIII se le encendió la bombilla y cayó en la cuenta de que tenía al mejor partido sin pareja de baile. No tardó en negociar con Cupido para encontrarle una.

El 12 de octubre, día de la Hispanidad, de ese mismo 1935, Juan de Borbón y Battenberg contrajo matrimonio con María de las Mercedes de Borbón y Orleans en la basílica de Santa María de los Ángeles y los Mártires de Roma, donde estaba exiliada parte de la familia real. Esa misma noche se pusieron a la única tarea que les había encomendado el rey en paro: engendrar un heredero. Nueve meses después nació la infanta Pilar.

Aquella mañana de otoño apretaba el sol y los contrayentes sudaron la gota gorda. El novio llevaba un chaqué adornado con la venera del toisón de oro en el cuello y la insignia de príncipe de Asturias en la solapa. La novia un vestido de lamé plateado confeccionado por la casa Worth (entonces en manos de los nietos del creador de la Alta Costura Charles Frederick Worth) con mangas de inspiración medieval, cuello chimenea y cintura entallada. Como tiara unas flores de azahar –cuentan unos que viajaron desde Valencia y otros desde Sevilla– de las que nacía un velo de gasa. También hay quien asegura que eran de tela francesa.

Las únicas joyas que le adornaron fueron un par de perlas y el anillo de pedida con un rubí pese a que su suegro, al que ella llamaba ‘tío Alfonso’ (porque lo era de sus hermanos paternos) le había hecho entrega de las más importantes alhajas de su madre Crista, su tía La Chata y su abuela la de los tristes destinos. Como ramo apañó unos aparatosos gladiolos de la floristería Venice* que fue a comprar la vizcondesa de Rocamora mientras esperaba a Alfonso XIII, que ejerció de padrino, en Le Grand Hotel (hoy rebautizado como The St. Regis Rome). De esta ausencia floral se percató Esperanza, la hermana pequeña de María de las Mercedes, camino de la iglesia.

Cuenta la periodista Pilar Eyre en su libro María la brava. La madre del rey (La Esfera de los Libros) que Juan habría preferido casarse con Esperancita porque era más “mona” que su hermana María, que resultó la agraciada tras pasar un test de fertilidad promovido por Alfonso XIII y practicado por un reputado ginecólogo romano. El monárquico diario ABC narró la historia de amor de una manera muy diferente:

En enero de 1935 acudió don Juan a Roma para asistir al enlace de su hermana Beatriz con Alejandro Torlonia. Allí hubo de coincidir repetidas veces con una pariente lejana a la que no veía desde algún tiempo, María de las Mercedes de Borbón. Bailaron, anduvieron juntos durante todos los festejos nupciales y don Juan quedó atrapado por el recuerdo de los bellísimos ojos azules de su pareja (…) Don Juan se enamoró de aquella muchacha criada en Sevilla y poseedora de un carácter apacible que encubría el temple de la mujer que sabe sacar fuerzas de flaqueza y no se amilana ante la adversidad. Confiesa don Juan, al hilo del recuerdo: me gustó, me enamoré de ella y ya cuando, a los pocos días, la acompañé al tren, le pedí autorización para escribirle (…). Pensé que, habiendo acertado en la elección, tenía que apresurar el noviazgo (…). Volví a ver a mi novia en París. Entonces se prepararon los detalles de la boda.

Según unas crónicas, 10.000 españoles, y según otras apenas 1.000, habían acudido a la capital italiana desde la España republicana vestidos con trajes típicos de cada región para compañar a los novios en este día tan especial animados por el maqués Juan Ignacio Luca de Tena a través del citado diario ABC que dirigía. A la ceremonia, regida por las normas de la corte austriaca, acudieron 400 invitados. Ellas con tocados y peinetas y ellos con chistera. No llamó la atención la ausencia de la reina Ena, pues desde que se había despedido del rey con un “no quiero ver tu fea cara nunca más” al inicio del exilio, no había faltado a su palabra. Sólo accedió a reencontrarse con ese bigote azabache en el lecho de muerte de su propietario en 1941 pero él, que era muy castizo, la mandó a paseo. Tampocó asistió el hermano mayor del contrayente, Alfonsito, que estaba probando suerte como actor en Miami.

Oficiado el trámite ante Dios, la pareja de recién casados puso rumbo al Vaticano, montada en un Bentley regalo del duque de la Torre, donde fue recibida sin mucha ceremonia por el papa Pío XI, que ese día no estaba para sermones por lo que les despidió rápidamente. Después partieron en el mismo vehículo hacia el hall del Gran Hotel donde se celebró el ágape. Tras unos discursos de agradecimiento, los vivas propios al rey, a España y de rebote a los contrayentes (sin mención alguna a las madres porque una de ellas no estaba presente), Juan y María de las Mercedes emprendieron su camino hacia la luna de miel. Dieron la vuelta al mundo.

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