· Carta del director · Sin tiempo que perder
Las primeras semanas de cuarentena un sentimiento de ambigüedad me recorría el cuerpo entero. Desolación por los fallecidos y contagiados y por la contracción de la economía, atenuada por cierto orgullo que me brindaba una paciencia que no sabía que tenía. Trabajaba más que nunca y me sentía realizado por ello. No se salvan vidas escribiendo revistas, pero se hace más llevadera la espera de quienes no están tan entretenidos. Cumplía mi parte del trato.
Poco a poco, la adrenalina de la novedad se amansó igual que los aplausos de las 20:00 siguieron cargados de simbolismo aunque perdieran la emoción que brinda la espontaneidad. Me había organizado la agenda de modo que cada día compartiría tiempo con un grupito. Reuniones editoriales, reuniones de café, de aperitivo, quedadas para jugar al Pictionary, para hacer gimnasia, para beber un vino a última hora o para compartir una película sincronizados.
Lo que algunos bautizaron como “nueva normalidad” no sería normal nunca porque habíamos sido expulsados de nuestro terreno de juego natural. Éramos los protagonistas de una aventura muy parecida a la realidad que nada tenía que ver con la realidad. Éramos Neo en Matrix, Jake Sully en Avatar, o, más recientemente, Wade Watts en Ready Player One. La cultura pop nos había avisado de cómo nos desenvolveríamos en la distopía que Orwell nos telegrafió en 1984 y Michel Houellebecq lleva redondeando varias décadas.
Pregunté a los míos por su capacidad para concentrarse, y unánimemente me respondieron que todos andaban tan despistados como yo. Quizá por ello las plataformas de streaming comenzaron a adelantar material fungible en relación directa al aplazamiento de estrenos cinematográficos y lanzamientos de libros. Una nueva velocidad cultural de más rápido metabolismo se cernía ante nosotros. Muchos de mis amigos eran incapaces de afrontar lecturas difíciles por estar enganchados a las distintas alarmas de las tristes noticias. También algunos se dedicaron a releer capítulos de libros que los hicieron felices en la universidad. Espacios seguros donde guarecernos de un mundo incierto. Intuyo que en abril y mayo hemos vuelto más a Dickens y a sus estructuras canónicas de lo que hemos explorado a Pynchon, y sintonizado Friends y La casa de papel antes que The Wire.
No tengo claro si saldremos mejores de esta. Lo que sí sabremos es que la vida nos apremia a saborearla al máximo.
Esta sensación de apocalipsis era connatural a nuestro propio impulso de supervivencia. De repente teníamos todo el tiempo del mundo y a la vez, ninguno que perder. A mis íntimos de antes los siento mucho más próximos, y también ha habido descubrimientos que seguramente dejarán poso, pues hemos compartido un no-tiempo y un no-lugar extremos. Dentro de unos años no hará falta que intentemos recordar dónde nos cogió la pandemia porque estábamos todos en casa. No tengo claro si saldremos mejores de esta, pero tampoco parece muy importante. Lo que sí sabremos es que la vida nos apremia a saborearla al máximo. Aquella botella de buen vino que guardamos en la despensa para una ocasión especial, propongo descorcharla cuanto antes.
Los ambientólogos vienen avisando desde hace décadas que ya es tarde, que no podemos aplazar más nuestra responsabilidad ecologista. El planeta se ha demostrado vulnerable y nosotros más. Durante las semanas de confinamiento comprobamos que si cedemos espacio al resto de animales, estos lo ocuparán. Y que si dejamos de emitir gases contaminantes, le damos una bombona de oxígeno al ecosistema. Volveremos a las calles y eso será extraordinario. Solo pido en este modesto número especial verde —celebramos el Día Mundial del Medioambiente el 5 de junio— que cuando lo hagamos seamos más responsables que antes de la cuarentena. Amamos nuestro planeta, así que amémoslo.
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