30 años sin Tino Casal, el artista español que mejor personificó el afán de modernidad
“Con un pico de tortilla española a la vena, en un flight case tapizado con dacha morada”. Así describió durante una entrevista Tino Casal (Oviedo, 1950- Madrid, 1991) la forma como le gustaría morir. La broma tuvo poco que ver con lo que realmente le ocurrió a primera hora del 22 de septiembre de 1991. Aquel lluvioso día, el Opel Corsa en el que viajaba junto con unos amigos chocó contra una farola en la madrileña carretera de Castilla. El golpe hizo que una costilla traspasara el corazón de Casal, que iba de copiloto y no llevaba puesto el cinturón de seguridad. El asturiano fue atendido por los sanitarios y, poco después de ser evacuado en un helicóptero, murió, sobrevolando el cielo, como la inmensa estrella que era.
Aquel inesperado episodio frenó en seco la trayectoria de José Celestino Casal, nombre de pila de un artista inclasificable que creció en los grises años cincuenta en el pequeño pueblo asturiano de Tudela Veguín. “Desde muy pronto, pinté los techos de Sara Montiel, mientras los demás niños daban patadas a un balón”, comentaría una vez Casal, que empezó a desvivirse por el arte desde pequeño y voló solo muy pronto. Tanto es así que, después de iniciar su carrera artística en 1964, de la mano de un grupo de rock conocido como los Zafiros Negros, convenció a su madre para unirse a la banda asturiana Los Archiduques, con los que grabaría la popular Lamento de gaitas.
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Cantar con aquel grupo le permitió a Casal ganar dinero y actuar por distintos lugares de España. Pero la banda se le quedó pronto pequeña a este devoto de David Bowie cuya visión del mundo cambiaría tras viajar con su novia Pepa Ojanguren a Londres, ciudad de sus sueños. Fue allí donde el asturiano se empapó de las propuestas estéticas y musicales de los new romantics y donde comenzó a configurar su excesivo personaje.
Después de que Nino Bravo muriese en la primavera de 1973, la discográfica Philips comenzó a buscar un sustituto para el cantante melódico. Fue entonces cuando sus ejecutivos se fijaron en la prodigiosa voz de Casal, que aceptó fichar por ellos en 1977 y, al año siguiente, acudió al Festival de Benidorm con aquella atrevida oda a los empinamientos del codo titulada Emborráchate. Su poderío vocal —era capaz de abarcar tres octavas— le valió para quedar en segunda posición y seducir a la gente, pero su concepto musical tenía muy poco que ver con aquel tipo de canciones.
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Desilusionado, Casal rompió con aquella discográfica y se centró durante una temporada en la pintura —un tipo de arte que se le daba bien y que, desde entonces, compaginaría con el resto de sus facetas—. “Tino se frustró porque no lograba ser el Tino Casal que él quería”, explica su biógrafo, el periodista Gerardo Quintana. “Se desencantó un poco con el mundo de la música, pero no se quedó parado. En ese momento conoció a Luis Cobos, y a través de él a Julián Ruiz”. El asturiano tenía mecha para rato, así que comenzó a colaborar con algunos artistas —hizo coros a Antonio Flores en la canción Pongamos que hablo de Madrid, y produjo los dos primeros discos de Obús— y terminó entrando en contacto con EMI, que tardó poquito en darse cuenta de su talento vocal y estético.
En 1981 la conocida discográfica lanzó Neocasal, un elepé donde el asturiano combinaba el glam rock setentero con los new romantics, y que contenía Champú de huevo, una pegadiza canción dedicada a su buen amigo Fabio McNamara. Aquel primer álbum en solitario definió en gran medida la estética vanguardista de un hombre al que muchos siguen considerando el maestro de la movida madrileña. “Tino era demasiado adelantado para lo que había aquí en esa época, y tenía mucha más cultura que los demás”, apunta el productor Miguel Ángel Arenas, Capi. "Su música era tan fuerte que llegó antes al público de la calle que a la gente de la movida. Ellos lo veían como una especie de advenedizo, aunque Tino era una persona con unas cualidades artísticas inmensas. Los jovencitos de esa época tenían rollo, pero no contaban con sus cualidades musicales".
El último rey del glam conocía muy bien el poder de la televisión, así que procuró siempre cuidar todos los detalles de su potente puesta en escena. Además, pasar desapercibido nunca entró en los planes de un artista que apostó por crear expectación e innovar constantemente. “Hay gente que puede pensar que Tino se disfrazaba, pero él era así las 24 horas. Antes de salir a la calle, igual se tiraba dos o tres horas peinándose, maquillándose y probándose modelones (como él decía). En aquel momento vivía cerca de la vieja estación del norte de Príncipe Pío. Cuando salía y caminaba un trocito hasta la Cuesta de San Vicente, si la gente que había pasado por su lado no se había dado la vuelta para mirarle, él volvía a su casa para ponerse aún más exagerado”, comenta Quintana, autor del libro Tino Casal: Más allá del embrujo.
Capi recuerda que el artista asturiano —”La persona de la que más he aprendido en toda mi vida”— se bebía la vida a sorbos. “Era entre un personaje de Visconti y uno de Fellini, pero con toques de rockstar. Era una persona muy inquieta y dedicaba muchas horas del día a la creación. Recuerdo que en 1979 me compré un modelazo de leopardo, color rosa fluorescente, y que Tino me lo quitó y me lo tuneó. Lo hacía cotidianamente. A todo le tenía que meter mano. Siempre decía: ‘Cualquier cosa que te pongas se queda luego en la mitad cuando llegues a la calle’.Le gustaba ir a Atocha a comprar telas, y hacía ropa para todo el mundo. Si no estaba yendo a comprar telas para hacerse ropa, lo veías tuneando un Christian Dior. La mitad de su casa era un armario”.
Muchos de sus seguidores opinan que el segundo trabajo del asturiano, Etiqueta negra (1983), fue su disco más redondo y que, indudablemente, sirvió para fijar su estilo. Desde luego, su primer single, Embrujada, resultó un bombazo discotequero y, además de llegar a contar con una versión en inglés, contribuyó al despegue definitivo de la carrera de Casal. “En el primero (de mis discos) había toda una época, cantidad de tiempo y de trabajo metido. Por una parte estaban los temas más lentos herederos de un tiempo de confusión y soledad en Fonogram, compañía con la que no había manera; querían lanzarme como un cantante melódico/folklórico; y, por otra parte, reflejó también el que me encontrara con otro contrato discográfico, que me daba posibilidades de gritar y de soltarme la melena”, explicaría el propio Casal en una entrevista con Rock Espezial.
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Una de las cosas que ayudó a afianzar la popularidad de Casal fue el hecho de que la canción Pánico en el Edén, incluida en su siguiente álbum, Hielo rojo (1984), sirviera como banda sonora de la Vuelta Ciclista a España en 1984. Pero todo se fastidió después de que Casal sufriera un esguince de tobillo en un concierto en la discoteca Pachá de Valencia. Los médicos le recomendaron reposo, pero él desoyó sus consejos y comenzó a automedicarse para poder terminar la gira en la que andaba enfrascado. La fortuita lesión, lejos de remitir, acabó derivando en una necrosis de la cabeza del fémur que llevó a Casal a pasar por cinco operaciones, varios meses en el hospital y tres años en una silla de ruedas. Varios medios de la época especularon con lo que realmente le ocurría —se llegó a afirmar que padecía sida—, y algunas de las personas a las que consideraba amigas le dieron la espalda, lo que llevó a Casal a caer en picado anímicamente.
Ahora bien, como una metáfora del ave fénix, el asturiano logró resurgir de sus propias cenizas una vez más. Para volver a encontrarse con su público a lo grande, decidió grabar una versión tecnopop del tema Eloise sin escatimar en gastos. Su productor de cabecera, Julián Ruiz, comentaría luego que el cantante y él llegaron a invertir tres millones de las antiguas pesetas en grabar aquella canción en los estudios londinenses de Abbey Road. Nada extraño, si se tiene en cuenta que lo hicieron con la colaboración de la London Philarmonic Orchestra y bajo la dirección de Andrew Powell. Además, el perfeccionismo de Casal hizo que tardara más de una semana en grabar la toma vocal definitiva de aquel temazo incluido en su álbum Lágrimas de cocodrilo (1987) —titulado así en honor de todos los hipócritas e interesados que últimamente lo rodeaban—.
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Como defendía aquella canción de Fangoria, más fue siempre más para Casal, un precursor de estilos que disfrutaba jugando con la ambigüedad de género. “La inclinación a lo visual del glam, que los new romantics habían recogido, encajaba perfectamente con los intereses de Casal”, apuntarían luego Sara Arenillas y Diana Díaz en su artículo Tino Casal y la modernización del pop español en los años ochenta. “En términos de género, los new romantics presentaban, como sigue el glam, una imagen andrógina. Al igual que ellos, Casal hacía uso de elementos culturalmente asociados con la mujer, como el maquillaje, pero los combinaba con otros que denotaban virilidad, como la barba o las armaduras”.
El asturiano tenía una imaginación sin límites y siempre procuraba que lo vieran contento. “Tino tenía un horario muy flamenco; se levantaba ya en la tarde, y entonces empezaba a funcionar. Le gustaba mucho la noche, y no solamente para salir sino también para juntarse con amigos artistas, pintar o diseñar. Él se podía tomar alguna pastilla saliendo de fiesta, pero no era una persona drogadicta, ni vivió nunca ninguna pesadilla con las drogas. Se han dicho muchas gilipolleces sobre él”, afirma Capi, que detesta las reiteradas habladurías sobre la vida privada de su amigo.
A pesar de su actitud positiva, Casal pasó por una especie de crisis vital una vez cumplidos los 40. Gerardo Quintana opina que su discográfica hizo una elección desacertada al escoger Histeria como el primer single del álbum homónimo del asturiano, que al parecer no contó con la promoción de anteriores trabajos ni con la acogida por parte del público que esperaban. “Se le estaba acabando una década muy potente. Estaba cambiando el estilo musical, ya no se llevaba lo tecno (tan de moda en los ochenta), la estética también estaba cambiando… En medio de esa crisis existencial, Tino pierde a sus amigos Costus, ya no está tampoco Pepa con él, y entonces acaba refugiándose en ciertas personas que quizá no le influyeron bien”.
Aun así, el año 1992 prometía, en principio. Casal había sido elegido para protagonizar el musical El fantasma de la ópera y estaba a punto de grabar en Tokio su primer lanzamiento discográfico internacional. Pero aquel fatídico accidente de coche le destrozó (literalmente) el corazón, acabando así con todos sus anhelos e ilusiones. Al poco de su muerte, muchos de sus cuadros desaparecieron y su figura cayó en el olvido. Tendrían que pasar dos décadas para que, con la llegada de la retromanía, las nuevas generaciones pusieran realmente en valor el increíble trabajo de aquel dandi posmoderno.
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