Cuando la mujer más bella de España se casó con el torero del pueblo llano
De todas las formas tradicionales que había de ser un personaje famoso en España –herencia, profesión, atractivo personal– ellos las reunían todas. De herencia estaba sobrada Carmen, hija del torero Antonio Ordóñez y sobrina de Luis Miguel Dominguín, dos de las personas más famosas del país, maestros respetados dentro y fuera de sus círculos. La trayectoria de torero de Francisco Rivera ‘Paquirri’ le había llevado a ser el número uno de las plazas en un tiempo en el que los toreros eran ídolos populares a los que se seguía y reverenciaba. Y el atractivo personal estaba fuera de toda duda. El supuesto magnetismo que arrastran todos los toreros –por eso de estar siempre al borde de la muerte– venía en el caso de Paquirri ratificado por un aspecto varonil que dulcificaban sus ojos claros, que eran aquel tiempo garantía de recibir piropos fuese cual fuese la cara que les acompañaba, y la de Paquirri no era precisamente desagradable. Carmen era, a secas, la mujer más guapa de España, así considerada por Arturo Pérez Reverte o la revista Time. Además, no solo se trataba de belleza: su personalidad y carisma la mantendrían en el vórtice de atención de la sociedad durante toda su vida.
Carmen y Francisco se habían conocido en Tarifa durante una corrida de toros años atrás, aunque su relación no había empezado a formalizarse hasta que el joven acudió a visitar a Antonio Ordóñez al hospital, donde convalecía de una cogida, y allí coincidió de nuevo con su despampanante hija mayor. Había una diferencia de edad considerable: Paquirri con 25 años era un hombre hecho y derecho, mientras que Carmen solo tenía 17, una juventud que hacía que sus padres no viesen con los mejores ojos un matrimonio tan precoz. Como muchas jóvenes de la época que veían en casarse el camino hacia una libertad personal que no tenían en casa, ella se empeñó en su decisión.
El enlace se celebró el 16 de febrero de 1973 en la Iglesia madrileña de San Francisco el Grande. “La novia se levantó a la una de la tarde, desayunó zumo de naranja y un consomé”, describía la revista Diez minutos. “A la hora de comer, Carmen optó otra vez por una sopa que acompañó con un filete y una pastilla para los nervios”. La joven apareció radiante con un tocado de inspiración lituana, idea de su hermana Belén, y tan impactante era su imagen que la revista ¡Hola! optó por ponerla a ella sola en portada, en lugar de a la pareja. Entre los más de 1500 invitados, Lola Flores, ‘La Polaca’, Luis Escobar, Celia Gámez, Máximo Valverde, nombres del toreo, de la jet set, ministros y la pareja formada por Carmen Martínez Bordiú y Alfonso de Borbón.
La mezcla de socialités de la época, personalidades del franquismo de primera línea y nombres ligados a la fiesta nacional representaba justo esa imagen armónica sin conflictos que el régimen llevaba años vendiendo. Locierto es que aunque sobre el papel la pareja pertenecía al mismo mundo, el del toreo, en realidad venían de órbitas muy diferentes. Carmen era una niña bien criada entre el Madrid del desarrollismo y la Andalucía de postal con los privilegios de los que solo unos pocos podían contar. Estudiante del Liceo francés, viajaba con frecuencia a París o Londres en jet privado, y se codeaba con todas las personalidades de su época. Hemingway y Orson Welles –tío Orson para las niñas, cuyas cenizas acabarían reposando en su finca de Ronda– adoraban a su padre, Antonio Ordóñez, que era la encarnación luminosa delseñorito andaluz. Así describe Martin Amis en Experiencia su recuerdo adolescente del torero en su Ronda natal: “Ordóñez era un hombre vergonzosamente atractivo y carismático, y resplandecía, como si estuviese bajo un halo constante de luz y llevase un kilo de maquillaje. Los días que había fiesta cogía las riendas de un carruaje con dos caballos, con su elegantísima esposa y sus elegantísimas hijas (las dos vampiresas capitales del pueblo). El resplandor interior de Ordóñez era provocado por la asimilación de la reverencia. Un hombre de coraje demostrado –un matador de toros que entraba a matar por delante de los cuernos, no de lado– y además, uno de los artistas clásicos de la plaza. Se le trataba como a un héroe de guerra que también combinaba los atributos de un Pavarotti y un Pelé”.
En los 70, Paquirri era uno de los diestros más buscados del momento, como lo había sido el recién retirado Antonio Ordóñez en décadas anteriores, pero sus orígenes no podrían ser más distintos: Francisco Rivera se había criado en un matadero, hijo de una familia muy humilde, a la sombra de un padre autoritario frustrado por no haber llegado a ser torero que veía en su hijo la oportunidad de llegar a lo más alto. Paco era el pueblo llano; Carmen, la aristocracia del franquismo. No es de extrañar que años después la joven llegase a ser fotografiada con el uniforme de Fuerza Nueva, camisa azul y boina roja en un mitin de apoyo a Blas Piñar. También su padre era admirador confeso de Franco. Esas ideas conservadoras se complacería en expresarlas durante toda la vida, aunque su forma de actuar fuese todo menos tradicional, y disfrutase de una libertad y unos derechos que los políticos que ella defendía no hubiesen dudado en borrar de un plumazo.
Lo que ocurrió con el matrimonio les pasó a muchas de las mujeres de aquel momento: lo que en principio se vio como una salida y una escapatoria al control paterno, acabó convirtiéndose en otra celda solo que con los muros más amplios. El rol de esposa tradicional de torero no pegaba con lo que deseaba Carmen, que era en esencia ir de fiesta y entrar y salir cuando le viniese en gana. Con dos hijos ya criados –entre Francisco y Cayetano Carmen sufrió un aborto en Lima, Perú–, la pareja se rompía a los seis años de matrimonio, en 1979. El interés del público por la pareja rota no haría sino aumentar en los años siguientes.
Carmen se refugió en el playboy Antonio Arribas (el segundo hombre, junto a Paco, que compartiría con su amiga íntima Lolita) mientras que su exmarido disfrutaba de la soltería para terminar formando otra pareja explosiva: la que creó junto a Isabel Pantoja, joven tonadillera de éxito que representaba todos los valores de la España tradicional, incluido el de llegar virgen al matrimonio, en un país ya democrático y constitucional en el que el destape y la libertad sexual provocaban un aumento del aprecio por las cada vez más escasas mujeres “como Dios manda”. Isabel lo era, sin duda; Carmen, ya convertida cada vez más en Carmina -el diminutivo que en realidad pertenecía a su madre puesto que en su casa ella siempre había sido Carmuca-representaba otra cosa más controvertida y de creciente popularidad en los 80 y 90: la modernidad de la mujer emancipada, siempre rica y con contactos, que no tiene que trabajar –o puede hacerlo ocasionalmente como modelo o entrevistadora– y que acabaría haciendo del papel cuché su profesión.
La ya mitológica muerte de Paquirri tras una cogida en Pozoblanco en 1984 convertiría a su esposa, Isabel Pantoja, en “la viuda de España”, una figura transida por el dolor que solo estaba iniciando su alucinante trayectoria posterior. Medio país se conmovió con su tragedia, vibró con su regreso y convirtió su disco Marinero de luces, que orbitaba en torno a su viudez, en uno de los más vendidos del año. A la vez se forjaba otra leyenda, negra, siniestra, oscura, en torno a su comportamiento con la herencia de Paquirri. Carmina Ordóñez pasaba a ser la madre que luchaba y litigaba por la herencia de sus hijos –tan guapos, tan educados– frente a una segunda esposa que había abierto la caja fuerte sin testigos y no se llevaba con su familia política. El recuerdo del torero Paquirri se convirtió en algo baqueteado que se sacaba a pasear en los posados de ¡Hola! en forma de cuadro que preside el salón o como arma arrojadiza en enfrentamientos familiares mutuos que llenaron horas de televisión y páginas de revistas durante décadas. Y lo que queda todavía.
Carmen terminaba su mutación en Carmina la divina,la de “a mí plin, que soy Ordóñez Dominguín”, la madre siempre guapísima, belleza españolísima generadora de frases e imágenes icónicas de la cultura popular: Juan elGolosina lavándole los pies con cerveza en el Rocío, su ahuecarse la melena ante las cámaras, sus posados en Marruecos, sus amigos “el chuli, el Pai y el cabra”, sus “sois todos unos desahogados” demostraban que estaba dotada de una virtud muy apreciada por los españoles: la de saber correrse una buena fiesta.
Llegarían también las drogas, los otros matrimonios fracasados, el brazo de Julianín con marcas de cigarrillos que le hacían sin querer durante las maratonianas fiestas de su madre, las acusaciones de maltrato –que fueron desestimadas judicialmente con un “no da el perfil de mujer maltratada” que hoy en día sería motivo de escándalo– y un divagar por platós exponiendo su condición de víctima de maltrato y sus adicciones que abochornaron a algunos miembros de su familia pero fue su sostén económico en los últimos tiempos. Hasta para fallecer fue icónica Carmina: una empleada de servicio doméstico la encontró muerta en la bañera antes de cumplir 50 años. La tragedia esperaba a aquella joven y bella pareja que se acercaba al altar en 1973, ingenuos e ilusionados. Si ya eran mitos, su muerte los encumbró aún más.
Artículo publicado originalmente en febrero de 2019 y actualizado
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