Disparos, amantes y la primera de muchas humillaciones: la boda de Diego Rivera y Frida Kahlo
No es de extrañar que la boda de un elefante y una paloma tuviese lugar en México a principios del siglo XX, un país y un tiempo prodigiosos donde todo parecía posible. Ocurrió cuando los pintores Diego Rivera y Frida Kahlo se casaron el 21 de agosto de 1929. La suya fue una historia en la que se conjugaron el arte, la política, la enfermedady el dolor, y que solo ahora estamos empezando a recomponer del todo.
Coincidieron por primera vez en un escenario que parecía una metáfora de todo lo que vendría después. Ocurrió en 1922 mientrasDiego Rivera pintaba La creación, un enorme mural en el anfiteatro del centro donde estudiaba Frida. El lugar era la Escuela Nacional Preparatoria, situada en el centro de la ciudad de México en el conocido hoy como Antiguo Colegio de San Ildefonso. Diego tenía entonces 36 años y ya era un pintor famoso; Frida Kahlo era apenas una adolescente, pero ya había algo fuera de lo común en ella: era una de las 35 mujeres entre los 2.000 estudiantes que se preparaban allí para entrar en la universidad. Con su prominente barriga, Diego se paseaba de un lado al otro de los andamios, afanándose en el trabajo, mientras desde el suelo le acompañaba a veces Lupe Marín, su futura esposa, que aparecía retratada en el mural dos veces con su larga melena negra, como “la justicia” y como “la mujer”. Lupe acostumbraba a llevarle la comida a Diego en una cesta, y se quedaba para hacerle compañía y vigilarle, sabedora de quén era su pareja. Tenía motivos paraestar pendiente de él, porque en otras ocasiones era Nahui Olin, pintora, poeta y amante de Rivera, la que aparecía por allí. Nahui Olin, de nombre real Carmen Mondragón, también estaba representada en el mural, bien reconocible con su pelo corto rubio y ojos claros, encarnando “la poesía erótica”. Frida se colaba para observar al pintor, gastándole bromas infantiles como robarle comida de la cesta o enjabonar las escaleras para que resbalase. Ante los 150 metros cuadrados que ocupaba La creación, se desarrollaba un melodrama en el que arte y vida real se mezclaban en una complicada maraña que acompañaría siempre a sus protagonistas.
No está claro si ella se enamoró del pintor ya durante aquellos días o forma parte de la leyenda. Las más famosas biografías sobre el personaje, la de Hayden Herrera y la de Raquel Tibol, se contradicen en muchos detalles, así como lo hacen los testimonios de las personas que la rodearon. Algunos afirman que en una ocasión, cuando Frida hablaba con otras alumnas sobre el futuro, declaró asombrándolas a todas: “Mi ambición es tener un hijo de Diego Rivera, y se lo voya decir un día”. “Ya verás, panzón, ahora no me haces caso, pero algún día tendré tu hijo”, aseveró. En sus memorias, Diego Rivera describe que él se encontraba pintando en alto del armario, con Lupe tejiendo abajo, cuando apareció una joven que no aparentaba “más de doce años” preguntándole si podía quedarse viéndole pintar. “Después de algunas horas, se despertaron los celos de Lupe y se puso a insultar a la muchacha”. Pero ella no reaccionó más que mirándola de frente, altiva. Al final, Lupe, genio y figura, acabó diciéndole a Diego “¡Mira a la muchacha! Tan chiquita y no les tiene miedo a las mujeres fuertes como yo. Me gusta de veras”. Diego supo un año más tarde que aquella chiquilla se llamaba Frida Kahlo: “No me imaginé que un día llegaría a ser mi esposa”.
De quien sí está probado que se enamoró con mucha intensidad durante aquellos días la joven Frida fue de su compañero Alejandro Gómez Arias, un líder estudiantil que destacaba por su carisma entre sus compañeros de la prepa. Juntos formaban un grupo llamado los Cachuchas, rebeldes, artistas y contestatarios que acabarían siendo futuros personajes de renombre del país. En aquellos años postrevolucionarios, México hervía de ideas convulsas, conflictos sociales, económicos y culturales, y las aulas de la escuela eran un reflejo de lo que sucedía en el exterior. Afectaban también a la vida de la familia Kahlo: el estudio fotográfico de su padre, Guillermo, que había gozado de gran predicamento, no atravesaba por su mejor momento, y Frida sabía que tenía que contribuir pronto a la economía familiar. Además de aprender grabado en el taller de un amigo de su padre, estudiaba para taquimecanógrafa y buscaba trabajo. Según contaría Alejandro años después, en aquella época tuvo un romance con el profesor de grabado y además la sedujo una empleada de la biblioteca de la secretaría de educación pública a la que había acudido a buscar empleo, en la que sería la primera de sus muchas relaciones con otras mujeres a lo largo de su vida. Al parecer fue un escándalo porque sus padres se enteraron, y en un país y una época tan represiva, una noticia así era difícil que tuviese buena acogida. Los Kahlo ya habían tenido su ración de amores prohibidos cuando Matilde, la hermana mayor de Frida, se fugó a los 15 años con su novio. La madre pasó varios años sin hablarle pese a que la pareja acabó casándose y gozaban de una buena posición económica. La propia Matilde Calderón estaba resentida porque sus padres no le habían dejado casarse con su primer amor y éste se había suicidado. Su relación con Guillermo Kahlo, un judío alemán emigrado, había sido por despecho, y nunca llegó a amarle de verdad. Guillermo era entonces un viudo con dos hijas, y cuando se casó con Matilde las niñas fueron enviadas a un convento del que solo salían en ocasiones; una acabó metiéndose a monja. Frida tenía una relación ambivalente con su madre pero adoraba a su padre; a menudo le acompañaba cuando salía a trabajar y se acostumbró a cuidar de él cuando le daban ataques epilépticos, metiéndole un pañuelo en la boca para que no se mordiese la lengua. Guillermo la consideraba la más inteligente de sus hijas, la que más se parecía a él y su favorita, pero también le preocupaba su rebeldía. Los padres de Frida no veían con buenos ojos su romance con Alejandro, y entre la paralización de las clases y la falta de permiso paterno, los jóvenes no se veían tanto como les hubiera gustado. Sin embargo, estaban juntos el día que cambiaría la vida de ella para siempre.
Ocurrió el 17 de septiembre de 1925. Frida y Alejandro viajaban en un autobús, un cochecito de madera que al llegar a la esquina de las calles Cuahutemotzín y 5 de febrero fue embestido por un tranvía. Accidentes como ese no eran inusuales en aquellos días en los que el tráfico de la ciudad de México era, como ahora, violento y agresivo. Cosas como esas ocurrían todos los días. “Fue un choque extraño”, le contaría ella a su biógrafa Raquel Tibol, autora de Frida Kahlo: Una vida abierta. “No fue violento sino sordo, lento y maltrató a todos. Y a mí mucho más. Yo era una muchachita inteligente pero poco práctica, pese a la libertad que había conquistado. Quizá por eso no medí la situación, ni intuí la clase de heridas que tenía. El choque nos tiró hacia delante y a mí el pasamanos me atravesó como la espada a un toro”. A Frida se le rompieron la tercera y cuarta vértebras lumbares, su pelvis quedó aplastada, su pie se quebró por once sitios distintos y la barra de metal del pasamanos entró por su cadera izquierda y le salió por la vagina, rompiendo el labio izquierdo. Según Alejandro, ella ya había tenido relaciones sexuales antes; según Frida, no, y así fue como perdió la virginidad. De algún modo, su ropa se deshizo, y quedó desnuda, ensangrentaday cubierta del polvo de oro que llevaba un artesano en un saquito, como una mater dolorosa, un retablo viviente. Cuando le arrancaron el pasamanos que la atravesaba, lanzó un grito tan fuerte que nadie oyó la sirena del ambulancia que se aproximaba.
La recuperación fue tan terrible como puede imaginarse. Frida tuvo que pasarse nueve meses con un corsé de yeso, inmovilizada, rota. La enfermedad ya formaba parte de su existencia desde que a los seis años contrajo la polio, de la que le había quedado como secuela una pierna más corta que la otra y una leve cojera, pero desde aquel día, el dolor, las operaciones y los achaques serían una constante para ella. También fueron el detonante de que empezase a pintar en serio, por ser una de las pocas actividades que podía hacer desde la cama. A su novio Alejandro, que había salido indemne del choque, le escribió muchas cartas en las que le contaba lo dura que era la rehabilitación -“Me duele como no tienes idea, a cada jalón que me dan son unas lágrimas de a litro”- o el hartazgo de la convalecencia: “Estoy como siempre mala, ya ves qué aburrido es esto, yo ya no sé qué hacer, pues ya hace más de un año que estoy así y es una cosa que ya me tiene hasta el copete, tener tantos achaques, como vieja, no sé cómo estaré cuando tenga 30 años”. Alejandro, mientras, siguió con su vida, viajó al extranjero y continuó formándose hasta acabar por romper aquel noviazgo adolescente con Frida, para alivio de la familia de él que ya habían considerado a la joven una pareja inconveniente y ahora, además, era posible inválida.
Le costó muchísimo, pero Frida se recuperó. Para 1928 podía volver a salir de casa sola, y lo hizo hambrienta de vida y de experiencias. Recuperó amistades y forjó otras nuevas. Entre ellas, Tina Modotti, exactriz de Hollywood en películas mudas, fotógrafa y comunista. Tina y Frida se hicieron íntimas, juntas acudían a manifestaciones, reuniones políticas, y fue Tina la que animó a Kahlo a vestir de forma sobria, con camisas y colores neutros, como “una buena comunista”. En la casa de Tina y de su pareja el fotógrafo Edward Weston se celebraban fiestas a lo grande, con alcohol, mezcla de artistas, políticos y revolucionarios, armas y peligro. Allí coincidieron de nuevo Diego Rivera, amante de Tina, yFrida Kahlo. Así lo recordaba ella: “Una vez, en una fiesta de Tina, Diego disparó contra un fonógrafo y empecé a interesarme por él, a pesar del temor que le tenía”. No está claro cómo de desarrolló el inicio de la relación porque ambos contaron diferentes versiones a lo largo de los años y además les encantaba fabular sobre sí mismos, pero una de las más populares –y atractivas– es que ella le llevó varios lienzos que había pintado mientras él trabajaba en los murales de la Secretaría de Educación Pública. “Diego, baja”, le gritó al pie del andamio. “No vengo a coquetear ni nada aunque seas mujeriego. Vengo a enseñarte mis cuadros. Si te interesan, dímelo, y si no también, para ir a trabajar en otra cosa y así ayudar a mis padres”. “En primer lugar me interesan mucho tus cuadros, sobre todo este retrato tuyo, que es el más original”, respondió el reconocido artista. “Me parece que en los otros se nota la influencia de lo que has visto. Ve a tu casa, pinta un cuadro, y el próximo domingo iré a verlo y te diré lo que pienso”.“Así lo hizo, y me dijo, tienes talento”, refería Frida.
A todo esto, el mural que estaba pintando Diego en la Secretaría de la Educación Pública, llamado El arsenal, es un auténtico testimonio del embrollo sentimental y político que se desarrollaba en aquel círculo durante los años 28 y 29: aparecen representados el propio Diego, el también famoso pintor muralista David Siqueiros, Frida en el centro con una camisa roja que ahora consideramos un atuendo insólito en ella, el exiliado cubano comunista Julio Antonio Mella más a la derecha, siendo contemplado por Tina Modotti, y a su espalda, con boina, otro comunista reconocido, Vittorio Vidali. Tina había sido amante de Diego Rivera, lo era de Mella y también de Vidali. Lofrívolo se mezcló con lo delictivo cuando la noche del 10 de diciembre de 1929 alguien le disparó dos tiros a Julio Antonio Mella mientras paseaba con Tina Modotti. En la investigación posterior se descubrieron contradicciones en la declaración de Tina, lo que levantó sospechas de que fuese cómplice del crimen. La prensa se cebó con la historia, que incluía a una bella extranjera, oscuros intereses políticos y la presencia del famoso Diego Rivera, que intercedió por Tina ante el presidente de México. Todavía hoy no se sabe quién asesinó a Mella, aunque muchos citan a Vidali como principal sospechoso, y también se discute si fue solo cosa de un triángulo amoroso o había algún oscuro complot político detrás. Tina Modotti, acosada por las autoridades, el público y la prensa, tuvo que dejar México en 1930, acompañada de Vidali, con el que acabó recalando en España durante la Guerra Civil, en la que tomaron parte a favor de la República. La figura de ambos y su implicación en distintos actos criminales todavía es muy discutida.
En un plano en teoría más amable de la existencia, Diego Rivera comenzó a visitar cada domingo la Casa Azul de Coyoacán. Prueba de lo implicado que empezaba a estar en la familia es que no solo pintaba a Frida en sus obras, sino también a su hermana menor, Cristina, inspiración para representar “la fuerza”, “el conocimiento” o “la pureza” en sus murales. Mientras, cortejaba a Frida sin desmayo. La respuesta de los padres de la joven fue ambivalente. Por un lado, Diego era uno de los pintores más respetados y famosos de su tiempo. Era culto, encantador y, muy importante, rico. Por otra, era un comunista declarado (el diablo encarnado a ojos de una familia conservadora) y estaba ya divorciado dos veces, la primera de la pintora rusa Angelina Beloff y la segunda de Lupe Marín, que le había abandonado por otro hombre. Con Lupe tenía dos hijas, más una de una relación anterior con la pintora Marievna Vorobieva a la que no había reconocido y mantenía a rachas. También erafamoso por solapar distintas amantes y relaciones, pero pese a eso lo que le preguntó Guillermo Kahlo cuando le anunció su intención de pedirle a Frida matrimonio fue: “¿Sabes que ella es un demonio?”.
“Contrajo matrimonio el discutido pintor Diego Rivera con la señorita Frieda Kahlo, una de sus discípulas”, anunciaba con alguna errata el diario La prensa sobre el enlace celebrado el 21 de agosto de 1929 en el palacio municipal de Coyoacán. “La novia vistió, como puede verse, sencillísimas ropas de calle, y el pintor Rivera de americana y sin chaleco. El enlace no tuvo pompa alguna; se celebró en un ambiente cordialísimo y con toda modestia, sin ostentaciones ni aparatosas ceremonias. Los novios fueron muy felicitados, después de su enlace, por algunos íntimos”. Los testigos fueron un peluquero y un médico homeópata. El novio tenía 42 años y la novia 22; les apodaron el elefante y la paloma por su evidente contraste físico. Así recordaría ella aquellos días: “Le pedí unas faldas a la sirvienta, quien también me prestó la blusa y el rebozo. Me acomodé el pie con el aparato, para que no se notara, y nos casamos. Nadie asistió a la boda a excepción de mi padre, que le dijo a Diego: “No olvide que mi hija es una persona enferma y lo será toda su vida; es inteligente, pero no bonita. Piénselo… y si a pesar de todo desea casarse con ella, le doy mi consentimiento”.
La fiesta se celebró en la azotea de casa de la ex amante de Diego, Tina Modotti (aún no había tenido que irse del país), y la encargada de preparar la comida no fue otra que Lupe Marín, su ex esposa. El mexicanísimo menú ha sido recreado en numerosas ocasiones y hasta lo ofrecen algunos restaurantes sabedores del tirón del nombre de Frida. Consistió en sopa de ostión, arroz con plátano, huazontles en salsa verde, enchiladas de queso y de picadillo, mole negro de Oxaca, pozole rojo de Jalisco, y de postre flan y capirotada. Por supuesto, el pulque y el tequila corrieron con tanta abundancia como las tortillas. En un momento del jolgorio, Lupe Marín, furiosa según ella porque Diego no le pagaba la pensión de sus hijas, en entonces 5 y 2 años, le levantó las faldas a Frida para que todos pudieran ver su pierna deforme al tiempo que gritaba: “Miren, miren por qué par de piernas me cambió Diego Rivera”. Aquel mismo día los recién casados discutieron ante los invitados: cuando él, borracho, se puso a disparar al aire, Frida intentó tranquilizarle y él se desprendió de ella con tanta brutalidad que la tiró al suelo. Humillada, Frida regresó a la Casa Azul hasta que varios días después Diego fue a buscarla y consiguió que se instalase con él en su primer hogar en común, en el número 104 del paseo de la Reforma.
El amor de Frida por Diego y de Diego por Frida ha alcanzado tanta categoría de legendario como ellos mismos, aunque desde el día de su boda –quizá antes– se percibe que lo que durante tanto tiempo se describió como una unión más grande que la vida escondía también un lado perverso y malsano. En su libro Dos veces única, dedicado a Lupe Marín, Elena Poniatowska cuenta: “Aunque no quiere a Frida, aparece con frecuencia en la Casa Azul y prepara antojitos y tacos que Diego agradece. Lupe vive la vida de Diego. No solo lo busca en los periódicos, sino que acude casi todos los días a la Casa Azul. También cuando ambas parejas compartían en Tampico 8 dos apartamentos encimados, Lupe subía a cerciorarse de que la comida de Diego era la que ella había preparado. Con la anuencia de Frida mete la cuchara en todo”. Tanta era su implicación que fue un hermano médico de Lupe el que trató un aborto que sufrió Frida al poco de casarse. Esto podría verse como una extraña armonía alejada de toda moral burguesa, una entente cordiale entre personas que están por encima de lo establecido, o como una situación que provoca la personalidad de un hombre incapaz de soltar del todo los lazos, a quién le gusta mantener un harén a su alrededor formado por una esposa, una amante oficial, multitud de amantes y en ocasiones también la ex esposa por ahí. Una situación que en realidad no satisfacía a las implicadas, no era algo elegido por ellas, sino a lo que se plegaban porque no había otra. Lupe y Frida terminaron siendo amigas, y la pintora contribuyó a que su relación con sus hijas fuese más fluida y estable.
La influencia de Diego en Frida se notaba no solo en su vida íntima sino en los detalles más visibles. Por él dejó los atuendos proletarios que le había recomendado Tina Modotti y comenzó a vestirse como las indígenas de México, orgullosa de la rica tradición de su país y a la vez de convertirse en un bello adorno que complacía a su famoso esposo. Él era el pintor reconocido, el artista de fama internacional al que reclamaban, en el mismo año 29 de su boda, primero en Cuernavaca y luego en Estados Unidos. En el libro de Gerry Souter dedicado a la pareja se dice que ella al principio asumió el papel de esposa sumisa sin ambages, pero esto cambió allí. Primero recalaron en San Francisco, donde Rivera retomó la relación con Edward Weston, el fotógrafo amante de Tina Modotti, que había regresado a su país. Así describía Weston a la nueva esposa del pintor: “Existe un marcado contraste entre Lupe y ella; menuda, parece una muñequita junto a Diego, pero solo en tamaño, pues es una mujer fuerte y muy bonita. Se viste con trajes típicos e incluso se pone huraches (sandalias de cuero),causando gran conmoción en las calles de San Francisco. La gente se para en saco para mirarla, maravillada”. En efecto, cuando paseaba por las calles de Nueva York, los niños se le acercaban para preguntarle ¿dónde está el circo?, cosa que a ella no le ofendía lo más mínimo. Así describiría ella su vida en el vecino del norte a su amiga Isabel Campos en una carta: “No tengo amigas, así que me paso la vida pintando. Me sirvió de mucho venir aquí pues se me abrieron los ojos y vi hartas cosas nuevas y suaves”. Así, durante sus años como acompañante de su marido por San Francisco, Nueva York o Detroit, Frida visitó museos, se fascinó con la obra de los pintores modernos y se empapó del ambiente artístico de su tiempo, sin dejar de ser crítica hacia los ambientes que frecuentaban: “La high society de aquí me cae muy gorda y siento un poco de rabia contra todos esos ricachones, pues he visto a miles de gentes en la más terrible miseria”. El mundo reaccionaba fascinado ante ella por su vibrante personalidad y su increíble aspecto, una especie de escultura viviente que llamaba la atención tanto como la distraía de su cojera o su maltrecho cuerpo herido. Frida era muy consciente de las secuelas que el accidente le había dejado, y cuando se quedó embarazada de nuevo se mostraba aterrada por si podría tener al niño. Sabía además que no habría nadie para cuidarla antes y después del parto, pues Diego estaba “muy ocupado”, y sabía que él en realidad no deseaba más hijos. Durante sus años en Estados Unidos Frida sufrió dos abortos que la dejaron maltrecha y dolida en lo emocional, que plasmaría en distintas obras. También era consciente de que Diego le ponía los cuernos siempre que tenía ocasión, y ella lo disculpaba y toleraba. Pero lo peor estaba por llegar.
Al volver a México a finales del 33, Diego y Frida se instalaron en la casa de San Ángel, en realidad dos casas unidas por un puente diseñadas por el arquitecto Juan O’Gorman. La casa más grande, rosada, pertenecía a Diego, y la azul a Frida, que tenía en su mano cerrar el acceso del puente que las unía cuando quisiera. Este pintoresco detalle podía ser un reconocimiento a su mutua independencia, pero también una forma de alejarse en una relación que ya estaba muy deteriorada. Por aquel entonces,Diego volvió a pintar a Cristina Kahlo, la hermana menor de su esposa, a la que tras tener dos hijos su marido la había abandonado. Escribe Gerry Souter: “Diego empezó –o posiblemente intensificó– una destructiva relación amorosa con Cristina”. Frida se enteró, y se dio cuenta de que aquello había nacido mucho tiempo atrás, antes de que se casasen, cuando él la visitaba en la Casa Azul.
El golpe de descubrir que en esta ocasión su marido le ponía los cuernos con su hermana fue demasiado incluso para ella. En un gesto dramático, se cortó el pelo que tanto le adoraba Diego, sufrió un aborto de un feto de 3 meses, tuvieron que extirparle el apéndice y se le reabrieron e infectaron las heridas del pie. Pero la relación era complicada, y el intento de ruptura no llegó muy lejos. Aunque se mudó al número 432 de la avenida Insurgentes, no dejó de ver a su marido ni de defender sus cambios de carácter y ofensas. Además, Frida no era independiente en lo económico, él se ocupaba de sus gastos médicos y manutención, que no eran pocos. De hecho, fue Diego quién le compró un juego de muebles forrados en cuero rojo… y exactamente los mismos a Cristina, a la que no dejó de ver ni de retratar en un mural del Palacio Nacional, rubia y exuberante. Muestra de la conmoción que sufrió Frida en aquella etapa es que paró de pintar casi del todo, hasta que realizó “Unos cuantos piquetitos”, el cuadro de irónico nombre sobre una mujer asesinada a cuchilladas por su pareja.
A raíz de lo ocurrido –“ha habido dos accidentes en mi vida: el del tranvía y Diego”, diría ella–, Frida comenzó a beber mucho más de lo que ya lo hacía. También tuvo sus propios romances con hombres y mujeres, y aunque a Diego nunca le importaron las relaciones lésbicas de su esposa –los rumores la ligan con Georgia O’Keeffe, Josephine Baker y Dolores del Río–, no llevaba bien que se liase con otros hombres. Al escultor Isamu Nogushi, con el que Frida se acostó cuando todavía no se habían reconciliado de forma oficial tras el affaire con Cristina, Diego le amenazó muy tranquilo y frío asegurándole que en su pistola tenía una bala con su nombre. Tampoco llevaba bien su relación intermitente con el fotógrafo Nickolas Muray. Era obvio que eso eran pasatiempos y ellos volverían a estar juntos. En el 36 Frida se instaló de nuevo enla casa de San Ángel, se reconcilió con su hermana Cristina y recuperó los lazos con sus adorados sobrinos Isolda y Antonio.
Al año siguiente la historia arrasadora del siglo XX volvió a llamar a la puerta de la pareja,de modo literal. El exiliado más famoso del mundo, León Trotski, y su esposa Natalia Sedova llegaron a México huyendo de Stalin. Les había invitado el presidente Lázaro Cárdenas influido por Rivera. El artista había roto con el partido oficial y se declaraba trostkista, tanto que hasta había pintado el rostro del disidente en sus murales para el Rockefeller Center de Nueva York, junto a Lenin, Marx y Engels, motivo por el que sus empleadores habían montado en cólera y ordenado destruir su trabajo (fue sustituido por pinturas del español José María Sert). Así evoca Natalia la Casa Azul de Rivera y Kahlo en la que permanecerían más de un año: “Un patio lleno de plantas, habitaciones bien ventiladas, colecciones de arte precolombino, pinturas de todas partes: estábamos en un nuevo planeta”. Para complicar más las cosas de dos exiliados en amenaza constante de muerte, enseguida se inició un breve romance entre el revolucionario y Frida a espaldas de Natalia, que no entendía inglés. En un perverso juego de espejos, Frida utilizó para sus encuentros con Trostki la casa de su hermana Cristina, a la que el hombre también intentó seducir, esta vez sin éxito. Cuando Natalia se enteró de lo que ocurría, le dio a su esposo un ultimátum, y los amantes dejaron de verse con más alivio que pena para Frida. A principios del año 39 la relación entre Trostki y Rivera se había enfriado por una mezcla de desavenencias políticas y celos, y los rusos tuvieron que dejar la Casa Azul. No abandonaron el barrio de Coyoacán, pues se trasladaron a una vivienda en la cercana calle Viena, que acabaría siendo el último refugio de Trostki.
En apariencia, Diego y Frida eran una pareja abierta en las que las infidelidades no producían mayores dramas que cuando se mezclaban los lazos familiares de por medio. Ella describía así a su marido en una carta a su amiga Lucienne Bloch en el año 38, demostrando que sabía a la perfección de qué iba el percal: “Sigue siendo el tipo genial que siempre fue, a pesar de su debilidad por las “señoras” (la mayor parte, jovencitas americanas que vienen a México a pasar dos o tres semanas y a las que está siempre deseoso de enseñar sus murales fuera de ciudad de México)… bueno, que sigue siendo el chico encantador que conociste”. Sin embargo, a Dolores del Río le pintaba un panorama menos armónico: “Diego me ha hecho sufrir tanto que no puedo perdonarlo fácilmente, pero todavía lo quiero más que a mi vida, él lo sabe bien y por eso se encaja”. En su biografía, Diego Rivera es tajante con los motivos que llevaron a su separación: “La situación entre nosotros empeoraba cada vez más. La llamé por teléfono para suplicarle que nos divorciáramos. Esto surtió efecto y Frida declaró que ella también quería divorciarse de inmediato. Yo solo quería ser libre para tener relaciones con cualquier mujer que me gustara. Lo que ella no podía entender es que yo escogiera mujeres que no eran dignas de mí, o inferiores a ella”.
Con la ruptura, ella se instaló en la Casa Azul y se dio al coñac. Mientras, la historia no descansaba. Pese a estar protegidos y vigilados de forma permanente, en mayo de 1940 Trostki y Natalia sufrieron un atentado en el que participó el pintor Siqueiros, estalinista convencido. Sobrevivieron a la veintena de hombres que asaltaron la casa disparando 400 tiros, pero no así al siguiente atentado, mucho más discreto, llevado a cabo por un solo hombre. El español Ramón Mercader, agente de Stalin, logró introducirse en el círculo de “la casa de Viena” como novio de una de las secretarias de Trostki. Tras ganarse la confianza de los que allí vivían, el 20 de agosto del 40 asesinó al político con un piolet. A raíz del anterior atentado ya habían intentado interrogar a Rivera como sospechoso, pero él había huido a San Francisco. A raíz de este asesinato, retuvieron a Frida durante dos días, porque había conocido a Mercader e incluso le había invitado a cenar con ella. “Saquearon la casa de Diego”, contaría ella. “Mi hermana y yo pasamos dos días llorando en la cárcel. Nos soltaron al cabo de dos días porque no éramos culpables ni del asesinato ni de los balazos”. Después de este traumático episodio, ella también se refugió en San Francisco, donde estaba su exmarido, e inició un romance con el coleccionista Heinz Berggruen que estaba destinado a fracasar: “Cuanto más tiempo pasábamos juntos, tanto más perceptible se me hacía su vínculo con él”, contaba Heinz refiriéndose a Rivera. “Tuve que reconocer que nuestra relación para ella no era más que un episodio”.
El divorcio de Frida y Diego fue efímero: el 8 de diciembre de 1940 se casaban de nuevo, pero esta vez con unas condiciones muy concretas. Serían socios, vivirían juntos y no tendrían relaciones sexuales. Es Diego el que mantiene la economía familiar –Frida apenas es reconocida en vida, la primera venta importante de cuadros que hizo fue al actor Edward G. Robinson por 800 dólares– y ella la que lo gestiona todo. Lleva las cuentas e incluso le organiza la correspondencia con sus amantes. De hecho, cuando Diego se enamoró en el año 49 de otra mujer tempestuosa, la actriz María Félix, fue Frida la que le envió una carta con dibujos de palomas pidiéndole que aceptase la propuesta de matrimonio de su todavía marido. No está claro si hubo un ménage à trois entre estos personajes; Frida llegó a pintar en su habitación: “Cuarto de María Félix, Frida Kahlo y Diego Rivera”. Tampoco está claro que ella tuviese, en esta etapa final de su vida, una relación con la cantante Chavela Vargas. Aunque ésta lo contó así en muchas ocasiones, sus versiones de lo ocurrido diferían según la época, y se sospecha que la carta de amor que en teoría demuestra su profundo vínculo es una falsificación.
En esta etapa en teoría tranquila de su vida, Frida comenzó a impartir clases en la escuela experimental de pintura y escultura de la calle La Esmeralda en la colonia Guerrero. Como profesora con métodos modernos que era, sacaba a sus estudiantes a la calle y cuando sus achaques no le permitían trasladarse mucho, a veces les llevaba a la Casa Azul y les daba la lección allí mismo. Su carrera como pintora tardó mucho en despegar, pero ella no sufría por vivir artísticamente a la sombra de su marido: “La pintura llenó mi vida. Perdí tres hijos y otra serie de cosas que habrían colmado mi horrorosa existencia. La pintura ocupó el lugar de todo eso. Creo que el trabajo es lo mejor”.Y en cuanto a las características de su particular asociación sentimental, reflexionaba: “Quizá esperen oír de mí lamentos de “lo mucho que se sufre” viviendo con un hombre como Diego. Pero yo no creo que las márgenes de un río sufran por dejarlo correr. No hablaré de Diego como de mi “esposo” porque sería ridículo. Diego no ha sido jamás ni será “esposo” de nadie. Tampoco como de un amante, porque él abarca mucho más allá de las limitaciones sexuales, y si hablara de él como de mi hijo, no haría sino describir o pintar mi propia emoción, casi mi autorretrato y no el de Diego”.
Con la vejez, los dolores y enfermedades se volvieron mucho más intensos. Se le infectaron las heridas de la pierna, se le gangrenó y tuvieron que amputársela. Sufrió varias operaciones más, y tenía que guardar cama llena de calmantes. Era una metáfora viviente que no renunciaba al sentido del humor y que todavía era capaz de pintar cuadros vitalistas, pero también intentó suicidarse varias veces. Mientras, Diego Rivera continuaba trabajando con intensidad, estaba pendiente de ella y por supuesto no renunciaba a su estilo de vida habitual: cada día iba a ver a Emma Hurtado, su nueva amante. No está claro si Frida Kahlo acabó suicidándose de verdad, con la ayuda de alguien, o su muerte se produjo por circunstancias naturales. “Espero alegre la salida y espero no volver jamás”, fue lo último que escribió en su diario. La encontraron muerta en la Casa Azul el 13 de julio del 54.
Al año siguiente, Diego Rivera se casó con Emma, que sería su cuarta y última esposa, pero se pasó los pocos años que le quedaban de vida –falleció en el 57– hablando de Frida. “Le di tanta lata y le hice tanto daño que mejor sería no haber nacido”, le contaba a Elena Poniatowsa en una entrevista, en la que también afirmaba sobre su promiscuidad: “Tuve la suerte de amar a la mujer más maravillosa que he conocido. Ella fue la poesía misma y el genio mismo. Desgraciadamente no supe amarla a ella sola, pues he sido siempre incapaz de amar a una sola mujer. Dicen mis amigos que mi corazón es un multifamiliar. Por mi parte, creo que el mandato “amaos los unos a los otros” no indica limitación numérica de ninguna especie sino que antes bien, abarca a la humanidad entera”.
Hoy, Frida Kahlo se ha convertido en un icono mundial reconocible con solo un primer vistazo y un lucrativo producto de marketing. La publicación de la biografía de Hayden Herrera a principios de los 80 dio comienzo a la entronización de Frida como una de las artistas más famosas de nuestros días, más que cualquiera de sus cuadros, lo que implica también una frivolización sobre ella. En un mundo falto de referentes pictóricos femeninos, Frida se convirtió en un asidero con el que fascinarse. Diego Rivera era el pintor del pueblo, de las gestas, de las grandes obras, de la vivencia colectiva de los pueblos en la línea del arte comunista, pero a veces cuesta empatizar con él como sí ha tocado el espíritu de la gente la pequeña, conmovedora, humilde muchas veces obra de Frida. Frente a los grandes murales de Diego, la mayoría de los cuadros de Frida son pequeños, algunos casi miniaturas. Con su profunda imbricación entre vida y obra demostraba que solo se puede ser universal desde lo particular. Frida hablaba de sí misma, de sus dolores y penas particulares, que eran únicos y suyos, pero de forma paradójica así es como logró conmover a miles de personas décadas después de su muerte, desde su experiencia particularísima, desde un arte que no se entiende del todo sin comprender su vida. También hay algo de relectura feminista en el redescubrimiento de Frida, con su bisexualidad y su rebeldía en medio de un mundo en blanco y negro. Además, su aspecto único –uno puede “disfrazarse” de Frida Kahlo– no era solo un adorno, sino que la convertía en una reivindicación de “lo mexicano” y una proclama ética y estética. Carlos Fuentes en El diario de Frida Kahlo describe la única vez que la vio, entre el público del palacio de Bellas Artes durante una representación de Parsifal: “Frida Kahlo era una Cleopatra quebrada que escondía su cuerpo torturado, su pierna seca, su pie baldado, sus corsés ortopédicos, bajo los lujos espectaculares de las campesinas mexicanas. Los encajes, los listones, las rumorosas enaguas, las trenzas, los huipiles, los tocados tehuanos enmarcando como lunas ese rostro de mariposa oscura, dándole alas: Frida Kahlo, diciéndonos a todos los presentes que el sufrimiento no marchitaría, ni la enfermedad haría rancia, su infinita variedad femenina”.
Frente a ella, Diego sigue siendo famoso y respetado, pero al revés de lo que ocurría en su época, es imposible mentar su nombre sin acordarse de Frida Kahlo. Todavía en vida, el pintor entonó una especie de tibio mea culpa ante Gladys March: “Demasiado tarde me daba cuenta de que la parte más maravillosa de mi vida había sido mi amor por Frida, aunque realmente no podría decir que, si me fuera dada otra oportunidad, me comportaría con ella de manera diferente. Cada hombre es producto de la atmósfera social en la que crece y yo soy quien soy. No tuve nunca moral alguna y viví sólo para el placer, doquiera que lo encontrara. Si amaba a una mujer, mientras más la amaba, más deseaba lastimarla. Frida solo fue la víctima más obvia de esta desagradable característica de mi personalidad”.
Quizá la mejor definición de su desquiciada, dependiente, dolorosa relación la hizo Frida cuando le escribió una carta poco antes de su muerte, justo cuando iban a amputarle la pierna: “Nome aterra el dolor y lo sabes, es casi una condición inmanente a mi ser, aunque sí te confieso que sufrí, y mucho, la vez, todas las veces, que me pusiste el cuerno, no solo con mi hermana sino con otras tantas mujeres. ¿Cómo cayeron en tus enredos? Tú piensas que me encabroné por lo de Cristina, pero hoy he de confesarte que no fue por ella, fue por ti y por mí, primero porque nunca he podido entender, ¿qué buscabas?, ¿qué buscas?, ¿qué te dan y que te dieron ellas que yo no te di? Porque no nos hagamos pendejos, Diego, yo todo lo humanamente posible te lo di y lo sabemos, ahora bien, cómo carajos le haces para conquistar a tanta mujer si estás tan feo, hijo de la chingada”.
“No quiero volver a saber de ti ni que tú sepas de mí, si de algo quiero tener el gusto antes de morir es de no volver a ver tu horrible y bastarda cara de malnacido rondar por mi jardín.
Es todo, ya puedo ir tranquila a que me mochen en paz.
Se despide quien le ama con vehemente locura,
Su Frida”.
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