El hogar, por Espido Freire
Pienso a menudo, sobre todo cuando viajo y me despierto cada día bajo un techo distinto, en qué significa para mí el hogar. En realidad, en esos casos mi hogar viaja conmigo: es mi novela, mi libro, ese espacio invisible que he creado con letras. A veces, es también un hábito o una costumbre: cepillarme el pelo con calma, darme un baño, comer algo muy sabroso y muy común. Y pienso en cómo necesitamos un hogar los humanos, y en qué nos lo da, y de dónde viene esa nostalgia por regresar siempre a él si nos encontramos lejos.
Nuestra casa estuvo alguna vez en África, en Botsuana, quizás. Eso dice un estudio publicado en Nature por, entre otros, Vanessa Hayes, profesora en las Universidades de Sídney y Pretoria, que ha llegado a la conclusión de que el ser humano encontró un primer hogar a las orillas de un inmenso mar interior que ahora se encuentra seco, en la región de Makgadikgadi. Allí vivieron, amaron, lucharon y tejieron sus relaciones sociales los sapiens, que se acabarían transformando en nosotros. De allí, de los sapiens, venimos: o, al menos, por allí estuvimos durante un breve lapso de tiempo para la Tierra, pero muchas generaciones para nosotros. Aquel fue el lugar donde aprendimos a comer marisco y pescado, donde adaptamos nuestro cuerpo y nuestro cerebro a la supervivencia.
Quizás por eso ansiamos siempre el agua salada, el mar. Quizás por eso quien descubre África siente que ha llegado a un lugar al que, de alguna forma, pertenece. Mucho más al norte, en los desiertos de arena donde también se han encontrado restos humanos, los antepasados de los gatos encontraban su espacio y su relación con el ser humano. Si hubiera estado allí, Lady Macbeth, mi gatita regordeta, hubiera rastreado las huellas de mi tribu, para devorar lo que dejábamos atrás. Ya habría entre nosotros perros domesticados, conmovedoramente fi eles y devotos. Y comenzaría a desarrollarse el arte y el amor por el adorno, todo aquello que hoy nos convierte en lo que somos.
El hogar se crea con unas pocas espinas que adornan el cuerpo, con conchas que lo decoran, con maderas que nos cubren, con afectos que nos construyen. Ya entonces aquel ser humano lo sabía. El resto, sus descendientes, hemos perfeccionado esa base, la hemos convertido en palabras, en libros, cuadros y objetos sobre los que descansar. Hemos continuado viajando, de la misma manera en la que ellos migraron, hemos añorado a los muertos y cubierto nuestra desnudez. Qué hermoso ser tan frágiles y tan antiguos. Qué bello que en nuestra mitocondria se encuentre esa base que nos convierte en hermanos, en iguales, en seres desterrados de ese paraíso, condenados a encontrar el nuestro.
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