Estampida general

En permanente estado de alerta. Preparada para cambiar los planes. Cuadrando opciones, horarios. Procurando que la burbuja (privilegiada) en la que vivo en este momento no se pinche y me deje con el culo al aire. Así estoy. Así estamos.

Leo tantos artículos sobre cómo se está produciendo una migración hacia pueblos alejados de la gran ciudad (una migración un poco/mucho/demasiado elitista, porque no todos pueden -podemos- dar ese salto, porque no existe esa opción) que me da por fantasear con hacer lo mismo, largarme a unos cuantos kilómetros de aquí.

Hace un par de años un amigo se fue a vivir a una ciudad pequeña, a 30 minutos en tren de cercanías. Los alquileres allí eran una tercera parte de lo que cuestan en el centro y los pisos eran tres veces más grandes. Qué bien, qué maravilla, ¿verdad?. A los seis meses regresó. No aguantó. Una losa de soledad y aburrimiento se le cayó encima.

Creo que es más factible adaptarse de un lugar pequeño a uno grande, que de uno grande a uno pequeño. Un urbanita es un urbanita, y prefiere sufrir en un piso de 35 metros (pero pudiendo salir a la calle a ver gente y tener posibilidades de interacción) que tener 895 metros de parcela y NADIE con quien hablar excepto su novio.

Con el miedo metido en el culo mucha gente está idealizando el campo, el pueblo… sin entender que el pueblo la mayoría de las veces no es el bonito paseo por el camino del río, bajo la sombra de los árboles, una tarde de septiembre. El pueblo es LO RURAL, que es algo que a veces nos cuesta ver. Que es que no haya ni dios a las seis de la tarde por la calle, es que no hay nada que tenga que ver contigo. Y no es esa pérgola emparrada, mesas de madera con manteles de hilo, y fragantes huertos con preciosos tomates en el punto justo de maduración para la ensalada (y la foto de Instagram) que vemos en las revistas de decoración. No, el pueblo son (también) los secarrales, las granjas de producción masiva que arrasan con toda vida alrededor, que todo el mundo sepa quién eres y lo que haces, y que sigas constando como “forastera” en el censo municipal, aunque lleves veintitantos años residiendo allí. Que no nos flipemos con “el pueblo”. Hay pueblos acogedores y otros que no tanto.

Las casas que encuentro en los portales inmobiliarios son grandes (y bastante inhóspitas), pero si las miro con atención tienen TODAS LAS PAPELETAS para imaginarme que ahí ha pasado algo chungo. El pueblo es tener que coger el coche para todo lo grave, urgente o importante (y vaya por delante que de eso no tienen la culpa los ayuntamientos, sino quienes gestionan los recursos). Es la posibilidad de que mi hijo se muera de ansiedad y pena, más incluso que los dos meses que estuvo sin pisar la calle por decreto.

Miro lo que está más o menos cerca, pueblos pequeños, porque BIEN por el teletrabajo, pero si me convocan a una reunión tengo que venir, y recuerdo que Magerit (Madrid) es un poblachón manchego, y que abunda el descampado alrededor, los campos baldíos y los barrios-dormitorio en medio de la nada. En ese momento, hasta el PAU al límite territorial de la ciudad me parece Manhattan, al menos tienen parques, y piscinas, y GENTE. Ya ni los chonis de los centros comerciales me molestan, me parecen, incluso, entrañables.

Me ha preguntado Amante qué quiero por mi cumpleaños. Le he pedido un libro. Mi intención era pedirle unas zapatillas de esas fantásticas para andar, pero me da que no las voy a usar demasiado. Quizás debería pedirle que este año no conste. Es que tampoco lo he usado mucho…

Pd (no quiero ni imaginar cómo tiene que ser depender de Tinder en esos pueblos…)

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