Nino, Camilo y los demás: cuando las grandes voces venían de Valencia

Un niño con vocecita gangosa –seguramente con flequillo a lo Monkee y vestido con los pantalones anchotes a media pantorrilla que las madres de 1975 pretendían pasar por bermudas– berrea con alegría pegado al micro: “Penas, penas, son del hombre las cadenas”. Los cerros de Úbeda acechan peligrosamente cerca, los gallos, pollos y pulardas salen de la garganta del chaval con toda libertad y picotean los tímpanos y los nervios auditivos de los oyentes con furia puramente española. Los aplausos deben estar grabados porque de no ser así, no se entienden. Otro niño coge el micro: los mismos berridos. El término “desentonar” se queda corto pero el que le sucede atacando el pegadizo estribillo, todavía lo hace peor, si es que eso es posible.

En 1975, la radio valenciana, como en todo el estado español, todavía tenía resabios de los viejos tiempos cuando era el centro de la vida en el hogar y la televisión solo constituía una promesa remota de bondades inimaginables en un futuro que parecía muy lejano: programas de peticiones del oyente, consultorios sentimentales, culebrones radiofónicos y alegres shows con cantantes en vivo, presentadores chirigoteros y espectadores ligeramente cohibidos pero ávidos de recibir alguno de los premios o chucherías promocionales que se sorteaban. En este caso, el patrocinador es Phoskitos, un bizcochito cubierto de chocolate que se anunciaba con el eslogan: “Phoskitos, regalos y pastelitos”. Cada niño que cantaba recibía su premio y se iba tan contento ignorante del mal que había causado con su voz. El presentador les jaleaba valientemente sin preocuparse de los oídos de los oyentes

De tanto en tanto, ponen el disco original. Un tema que se ha estado oyendo por todas partes. Su intérprete es un chico espigado, hasta hacía poco líder de un grupo de rock cercano a lo sinfónico. Tiene una voz enorme y profunda, rica en armónicos y llena de matices. Escuchando a los críos destrozar su estribillo con aquella impunidad, te dabas cuenta de su perfecta afinación y su agilidad vocal para sacar adelante líneas melódicas tan difíciles como la de Penas, título de la canción en cuestión, su segundo gran éxito estatal después de darse a conocer un año y pico antes con La estrella de David, un melodrama de amor inter-religioso.

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Su nombre es Juan Bautista Conca Moya y se hace llamar Juan Bau. Aquel día, gracias a él, la adolescente enganchada a la radio que entonces era yo descubrió la diferencia entre cantar bien y cantar mal, lo difícil que era cantar bien y lo bonita que podía ser la voz humana entonando melodías. Sigo pensando que Penas debe ser una de las canciones más difíciles de cantar.

Juan Bau llevaba tiempo revoloteando en los bajos de la escena musical, primero con Modificación, su grupo a lo Moody Blues, y luego en solitario con baladones tan impresionantes como su segundo disco en solitario, Dentro de mi alma o Dama del amanecer. El motivo de que se hubiera hecho tan famoso fue el apoyo de los compositores de moda: Pablo Herreros y José Luis Armenteros, componentes de Los Relámpagos y autores de todos los hits veraniegos y chicleteros de Fórmula V. En ese momento necesitaban urgentemente un sustituto para un vocalista extraordinario, gran estrella de su factoría de hits, Nino Bravo, tristemente fallecido en un absurdo accidente de coche en la primavera de 1973.

Cuando triunfa Juan Bau, España atraviesa un período muy chocante y divertido dentro de la lenta y trágica agonía del franquismo: el de la apertura y el destape. La frivolidad y el erotismo hacen que los valores del régimen militar se resquebrajen (evidentemente, no se llegaron a desplomar), las canciones calentorras empiezan a sonar libremente por la radio y las imitaciones made in Spain del flou hamiltoniano se apoderan del kiosko. Modelos larguiruchas al gusto de la época se convierten en presentadoras de TVE y los famosos reciben a los fotógrafos en albornoz o en bata, perfectamente preparados para atacar sus poses sexy sin perder un segundo.

La canción del verano aún colea pero los jóvenes hippies, escondiéndose bajo muchísimo pelo, sacan adelante inventos musicales alternativos como el rock andaluz o el jazz rock layetano. Los cantautores proliferan por doquier al calor del éxito de Joan Manuel Serrat y Lluís Llach y –no nos olvidemos– en contra de la rabiosa represión de las últimas horas del régimen. Pero la canción popular melodramática vive momentos de gloria en las voces de cuatro grandes vocalistas: los citados Nino Bravo y Juan Bau, Camilo Sesto y otro cantante desaparecido precozmente por culpa de la carretera, Juan Camacho. Todos nacidos, por supuesto, en la Comunidad Valencia.

La carretera terminó con la exitosa carrera de Luis Manuel Ferri Llopis, más conocido por su nombre artístico, Nino Bravo. Nino había nacido en Aielo de Malferit, era de familia trabajadora y tuvo que emplearse desde muy joven. Compaginaba el trabajo con su actividad musical en distintos grupos y actuando en casales falleros y fiestas de todo tipo. Al volver de la mili en 1968, resulta ganador del festival de la canción de la Vall d’Uxó y comienza a hacer apariciones en los programas de variedades de TVE.

Era un hombre serio y digno que sonreía poco y que, por algún extraño sortilegio, lograba no verse damnificado por la maligna moda masculina de la época a base de sobriedad y camisas oscuras. Padre de dos hijas, Nino había comprado para su familia un bonito apartamento en el centro de Valencia, con un amplio sofá blanco en su salón, que su viuda puso en alquiler al fallecer el cantante.

Hizo suya Te quiero, te quiero una canción bastante conocida de Augusto Algueró con las dos palabras del título repetidas a la enésima y una parte B alegremente pop. Naturalidad, ningún manierismo, una mínima impostación, vibrato el justo y unos armónicos nunca jamás captados por el sistema auditivo humano. Sus interpretaciones eran tan sobrias como sus camisas y era capaz de salvar del pozo del kitsch el repertorio cargado de melodrama que le daban los inevitables Algueró, Herreros y Armenteros o Manuel Alejandro, grandes productores de baladas al por mayor para grandes y pequeños.

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Sus discos –Te quiero, te quiero, Puerta de amor, Un beso y una flor, Libre, América, América– no se han dejado de escuchar y en varios municipios, dentro y fuera de la Comunitat, hay calles dedicadas al cantante. Una placa informa de la casa donde vivía cuando se trasladó a Valencia capital y existen monumentos en su recuerdo en su pueblo natal. También en la localidad manchega de Villarrubio donde perdió la vida. La familia de Nino ha donado su vestuario de escena y otros objetos relacionados con su carrera profesional al Museo Nino Bravo en Aielo y todos los años las asociaciones falleras hacen una ofrenda de flores en el busto del cantante situado en la calle Lérida.

Otro gran vocalista valenciano fue Juan Camacho, o simplemente Camacho.Como Nino, levaba tiempo haciendo su aprendizaje en grupos y grupetes y llegó a ser miembro de Los Relámpagos. Apadrinado por Juan Pardo, tenía una voz tan descomunal como los otros. Su gran lanzamiento tuvo lugar con una composición, por supuesto de Pardo, titulada A ti, mujer, pero Camacho pronto descubrió que estaba más a gusto con las versiones de boleros y canciones mexicanas como Júrame o Sabor a mí. Curiosamente, su éxito se consolidó con ellas en contraste con aquellos tiempos de la Transición, cuando el mundo del espectáculo aprovechó la recién recibida libertad para dar cancha a la mayor cantidad de horterismo imaginable.

Camacho y Nino tienen sus efigies reproducidas –junto al salvaje rockero de Xàtiva Bruno Lomas– en una gran columna de piedra frente al Palau de la Música de Valencia.

El enorme Camilo Sesto, que ha fallecido esta madrugada, es el único cantante que ha tenido éxito internacional sin perder su marcado acento valenciano. Músico muy completo, se estuvo ganando la vida durante años en los estudios de grabación madrileños tocando varios instrumentos y haciendo coros. Su historia es la de tantos: comienza cantando en varios grupos, consigue grabar un disco con Los Botines, y como solista, anduvo revoloteando en los flecos de la escena musical intentando una y otra vez el éxito.

Camilo tenía muy buenos contactos en la sociedad madrileña, como Lucia Bosé y Juan Pardo, productor de sus primeros discos. Cuando la discográfica Ariola se olvidó del vicio habitual de promocionar las canciones más bobas y se atrevió con una tanda de composiciones del propio Camilo, estalló el huracán. Con nivel melodramático y complejidad musical rozando el paroxismo temperamental de los grandes maestros del Romanticismo. Algo de mí, Amor, amar o Todo por nada exigían unas dotes vocales y un dominio técnico prácticamente sobrehumano. Como Lluís Llach y otros artistas de la época, atravesó una etapa griega con ejercicios de estilo de rebétika como Melina.

Camilo se apellidaba Blanes, había nacido en Alcoi y era el sexto de los Camilos de su familia. De ahí su apellido artístico, aunque se vio obligado a adoptar el antipático cambio fonético en la grafía cuando su primer sello discográfico se quedó con los derechos del nombre. Nunca fue capaz de encontrar pantalones de su talla, pero fue un trabajador tremendamente prolífico que grabó 13 álbumes en ocho años. Produjo además a otros artistas y actuó de continuo en galas y festivales por todo el mundo, incluyendo el Chile de Pinochet, lo que le valió ser llamado "Camilochet" por los progres más intolerantes. Su último gran hit, Vivir así es morir de amor de 1978 no ha dejado de escucharse desde entonces y es un estándar en karaokes y concursos de TV.

Menos conocido pero igualmente reivindicable fue Yaco Lara, un hombre de voz tan enorme como sus gafas y sus zapatos de plataforma. Con su maxi-abrigo de charol y su exagerado mullo ondulado, era toda una visión, una verdadera estrella en las calles de Valencia. Su voz era tan espectacular como sus pintas.

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Luis Marín Lara es un jienense nacido en Jabalquinto y criado en Martos. Sus padres eran artistas: Félix de Trino y Pilarín de la Peña. Luis cantó en el coro y en la tuna desde pequeño. Pronto forma sus primeros grupos, de uno de los cuales –Yaco 6–proviene su nombre artístico. Separados sus padres, él se va a vivir con su madre a Valencia donde su magnífico chorro de voz le hace destacar rápidamente dentro de la salsilla de grupos y orquestas. En 1971, se hizo famoso en un concurso televisivo, La Gran Ocasión.Nunca consiguió éxito en disco, pero nunca ha dejado de cantar. Además, fue presidente de la Casa del Artista, una especie de montepío creado en Valencia para ayudar y acompañar a los mayores del mundo del espectáculo.

Artículo publicado en Vanity Fair el 12 de marzo de 2019 y actualizado el 8 de septiembre de 2019.

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