Pedro Alonso: Pasé un año muy duro que sirvió para hacerme una promesa: destierra las expectativas, pero no vendas tu alma
La mañana que veo a Pedro Alonso (Vigo, 1971) hemos quedado para hablar de El silencio del pantano (estreno 1 de enero), un thriller dirigido por Marc Vigil en el que se entremezcla una trama de corrupción en Valencia con una serie de asesinatos perpretados por un escritor. Sin embargo, nada más bajar del coche que le trae hasta el Gran Hotel Inglés, un establecimiento moderno y con encanto en pleno Barrio de las Letras, queda claro que no es de lo único que le apetece charlar. Su primera película como protagonista en mucho tiempo no es en absoluto un trámite para el actor que da vida a Berlín en La casa de papel. Se muestra entusiasmado, habla maravillas del trabajo de Vigil, el tiempo que ha pasado junto a compañeros de reparto como Carmina Barrios –"una mujer con un carisma bestial"– y José Ángel Egido, y lo que ha tenido de experiencia transformadora. Lo que sucede es que su realidad ha superado a la ficción desde que terminó de rodarla. Acaba de pasarse un mes largo en Iquitos, Perú, en plena selva del Amazonas. Allí ha estado viviendo en una cabaña con su pareja, Tatiana, una hipnoterapeuta parisina, con un único objetivo: acabar de escribir El libro de Filipo, su primera obra literaria. Correción, la primera que va a publicar.
"Escribí uno antes, aunque está guardado", cuenta desplegando la locuacidad y magnetismo que hacen que no puedas apartar los ojos de Berlín cada vez que entra en escena. Aquel volumen de 573 páginas, que sólo saca del cajón para agredir a sus enemigos, se tituló Potro noruego, inspirado en una anécdota que contaba Peter Brook en su biografía. "Brook tenía 45 años, ya era un actor de prestigio, estaba al frente de la Royal Shakespeare Company y dirigía sus propias películas. Entonces marchó a Noruega con dos colegas para escribir un guión. Por las mañanas daban paseos a caballo para oxigenarse. En una de esas salidas, uno de los potros se quedó atascado en arenas movedizas. Los amigos de Brook se fueron a pedir ayuda y él se quedó con el potro. Según Peter, el animal estaba estático, en modo zen, sin moverse. Estuvo aproximadamente una hora tumbado junto a él, mirándole a los ojos. De repente, sin ningún tipo de aviso, el potro salió de las arenas movedizas con un solo impulso. Él lo interpretó como una señal, lo dejó todo, creó Living Theatre y se estuvo cinco años indagando en un nuevo lenguaje que revolucionó el teatro en la segunda mitad del S XX. ‘Sentía que sólo tenía una oportunidad para hacer otra cosa’, contestó a quienes le preguntaban por esa decisión tan drástica. Mi libro tenía mucho que ver con esa sensación".
¿Por qué no se editó?
Escribía mal. Denso y pedante. Sin embargo, hace seis años me di cuenta de que en el Whatsapp escribía a mis amigos mensajes larguísimos, sin filtros y de una forma muy conectada. En un proceso de revisión personal hace cuatro años en el que además murió mi padre decidí darle la vuelta a todo. Comencé a escribir mensajes en el móvil a amigos e interlocutores interesantes que luego no enviaba. Los fui pegando en un archivo sin intención de hacer algo con ellos, lo juro, era algo privado. Un día me di cuenta que tenía 573 páginas y que había un arco narrativo. Lo di a leer a algunos amigos, entre ellos un escritor, y me decían que lo publicase. Yo preferí no hacerlo, aunque me sirvió para encontrar mi voz.
*¿Coincidió el final de ese libro con el boom de La casa de papel*?*
Más bien con el proceso que me llevó a hacer la serie. Hubo un viaje a México para hacer Diablo guardián que me marcó. Desde entonces me siento hermanado con Latinoamérica y sé que voy a vivir en algún momento en ese país. Mi padre fue emigrante allí, primero un año en Brasil y luego 18 en Venezuela. Llegó pobre, con una maleta de cartón. Cuando hablaba de América se le iluminaban los ojos. Yo lo entendí nada más aterrizar en Ciudad de México. Suena a tópico, pero es que es verdad: es todo más intenso, de verdad. Lo que se ha perdido en España con la vida moderna allí aún lo tienen. Pienso en Coyoacán, el lugar donde está la casa de Frida Kahlo, donde Gabriel García Márquez escribió Cien años de soledad, donde se refugiaba Octavio Paz* para trabajar… Tiene ese punto de ciudad colonial, con muchísima gente en las calles y sitios para bailar todas las noches, pegado a la selva. Pero es que México lo he pateado mucho en plan beat generation*. Al Desierto de Sonora fui con tres mexicanos y un yanqui para visitar a una tribu india, un viaje tan alucinante que hay veces que dudo si realmente hice.
¿Y cuál es el punto de partida de El libro de Filipo?
Empieza en Montmartre, el día que conocí a mi chica. Tatiana es parisina de origen serbio, aunque la miro y me parece persa. Nos cruzamos por la calle y nos pusimos a hablar. Había acabado de solapar Diablo guardián, La casa de papel y Traición. Estaba seco como la mojama y decidí parar. Me fui solo a París sin planes. El primer día la conocí y, cero coqueteo, nos pusimos a hablar. Al acabar esa conversación le di mi teléfono por si le apetecía quedar durante los once días que iba a estar allí. Me contó que era hipnoterapeuta y en los jardines de Giverny, los mismos de los cuadros de Monet, fue cuando me ofreció hacerme la regresión que originó este segundo libro. No llegamos a verlos porque estaban inundados aquel día. Esos jardines son uno de mis lugares favoritos y todavía no lo conozco… ¡Qué cosas!
En El silencio del pantano interpretas a un escritor. ¿La ficción ha perseguido a la realidad?
Hay algo en la película de Marc Vigil que juega con esa línea difusa entre realidad y ficción. Yo la confundo todo el rato en mi propia vida. Karl Ove Knausgård, Emmanuel Carrère, Gay Talese… Todos esos me los he devorado estos últimos años.
¿Eres un lector voraz?
No tanto. Lo que más hago es pintar. Es lo que me ha dado la vuelta por completo. Descubrí una forma de concentrarme que me ha ayudado a llegar a otros sitios. Trabajo sobre todo al agua, no soy muy estricto con la técnica, ni fetichista con los materiales. Eso sí, si no pinto antes de una secuencia y no llevo mis “estampitas” al plató, no puedo grabar. Las coloco disimuladamente por el decorado. A ver, soy obsesivo, tengo que hacerlo, pero me da un poco de vergüenza. Algunas veces alguien del equipo se da cuenta: “¿Quién ha puesto este papel aquí?”.
¿Eso ha pasado en El silencio del pantano?
Por supuesto. La libreta del escritor al que interpreto está llena de mis movidas. Me sirve para conectar con algo de lo que no soy dueño. Procuro cada vez decidir menos. Mira, yo comencé a dibujar en los márgenes de los guiones, hasta que hubo un momento en el que tapé lo que había escrito. ¡Vaya paranoia! Llegaba el momento de que dijeran “acción” y no podía mirarlo. Si eres capaz de no vivir eso con pánico, asumir eso como en la vida, vas por un buen sitio. La medida de si he interiorizado un papel sería que no se viera la letra en el guión.
¿Eres más disperso que intenso?
Mucho. Intenso sigo siéndolo, aunque ahora lo voy haciendo más saludable para no ser cargante. Si estoy pintando o dibujando en una esquina no abraso a la gente. En un plató es muy difícil concentrarse, hay mucho ruido, movimiento… Yo descubrí a los 33 años que cuanto más enchufado estoy más cosas me pasan con las que no contaba. También más me divierto.
Hacías teatro en Vigo siendo un adolescente, y te viniste a Madrid después para matricularse en la RESAD. ¿Cómo fueron esos primeros años?
De la época como estudiante recuerdo salir de la escuela, que era un poco como la de Fama y aún estaba en la Plaza de Oriente, en el mismísimo Teatro Real, y contemplar las magníficas puestas de sol que se veían desde las Vistillas. Esa panorámica de Madrid está entre las más alucinantes del mundo. Cuando comencé a hacer Gran Hotel, que fue para mí una transición hacia papeles más maduros y un regreso a la profesión, me fui a vivir a la zona de Ópera. “La vida es un bucle”, pensaba mientras paseaba por allí. Acabé de estudiar Arte Dramático y fue sorprendente porque me cogieron en todo, me fui con La Fura dels Baus, me dieron un protagonista en cine… Me ofrecieron televisión y todo digno dije que eso no. En realidad no tenía ni idea, no sabía gestionar la exposición pública. Le leí a Eduard Fernández que lo fuerte de esta profesión es que aprendes a la vista de todos. Nada te prepara para algo así.
Debutaste en 1996 protagonizando dos películas, Alma gitana y Tengo una casa. Parecía que ibas lanzado, pero pronto conociste los altibajos de la profesión.
Sé lo que es desaparecer. Yo me he muerto. Se me pasó el tren y se acabó. A los treintayalgo entendí que era uno de esos que preguntabas qué había sido de él. Colapsé literalmente y me reconstruí desde otro lugar. En todos los sentidos.
¿Pensaste que dejarías de ser actor?
Sí. Preparé un monólogo para despedirme de la profesión. De noche justo antes de los bosques, de Bernard-Marie Koltès. Fue un ejercicio de vida o muerte para mí. El personaje hablaba de una forma compulsiva que no tiene nada que ver con la mía. No podía controlarlo, fue como un trance. Salía de allí y me iba a hacer cualquier trabajo. Estaba arruinadísimo y no tenía ninguna expectativa profesional. Sobrevivía por pura obstinación. Tenía una hija de cuatro años y me salvó el culo mi familia. Me fui a vivir al pueblo de mi padre, a la casa en la que veraneaba de pequeño, en Soutelo de Montes, en la Galicia profunda. Fue un año muy duro y sirvió para que me hiciera una promesa: destierra las expectativas, pero no vendas tu alma.
¿Por eso has sabido encajar el éxito descomunal de La casa de papel?
Lo que nos ha pasado en los últimos 20 meses ha sido muy gordo. Es demasiado pronto incluso para valorarlo. Al margen de las dudas que uno pueda tener en su propia vida, un actor no tiene las vigas para soportar algo así. Yo tuve el instinto de parar justo antes del pelotazo. Durante el año pasado sólo hice El silencio del pantano. Mucha gente te dice: “¡aprovecha!”. Yo no lo quiero. He recibido muchas ofertas pero el privilegio ahora mismo es decir no. No quiero que cuando esta ola pase, no reconozca en lo que me he convertido. He decidido atender a lo que me está pasando y dosificarme para reforzar mi búsqueda. Mi objetivo no es ser millonario ni estar en todas partes. Le doy mucho valor al trabajo, pero me lo quiero plantear como una posibilidad de crecimiento. No a cualquier precio. Lo tengo clarisísimo. Con esto no quiero decir que sea ni mejor ni peor que nadie. No hay un modelo de éxito único. En el casting de La casa de papel cada uno tiene que buscar el suyo para sentirse bien.
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¿Qué había en El silencio del pantano que no encontrases en los trabajos que has rechazado?
La fundamental fue el director, Marc Vigil. Hice una colaboración en El ministerio de papel y nos enamoramos al instante. No necesitábamos ni hablar. Comiendo en una pausa nos hicimos una promesa: “tú yo tenemos que trabajar juntos”. Surgió esta posibilidad y dije que por él hacía lo que fuera. Tiene un talento visual potentísimo y sintonizamos muy bien. Aunque el personaje es otro tiparraco de estos que vengo haciendo, este proceso ha sido muy distinto. Mira, sólo cené con el resto del equipo la última noche, cuando ya habíamos acabado el rodaje, era incapaz de relacionarme. Estaba encriptado. Era muy desagradecido y desconcertante, llegué a sentir que no estaba haciendo nada. Como tiene tan disociada la personalidad, temía que la gente pensara que era un soso, una patata. Me comprometí por lealtad a Marc, pero no estaba muy seguro de si se estaba entendiendo lo que había que transmitir. Fue un trabajo arduo, pero es lo que tiene esta profesión. Me alegro mucho de haber hecho algo tan antitético a Berlín, un personaje tan excéntrico.
El silencio del pantano muestra una cara oculta de Valencia, la de los bajos fondos y las corruptelas políticas.
Estuve viviendo allí los dos meses que duró el rodaje. Me preguntaron si quería quedarme en un apartamento en el centro, pero yo pedí estar cerca de la playa de la Malvarrosa. Allí corría y pintaba, corría y pintaba… Mi terraza daba al mar, que es el auténtico lujo. Me recordaba un poco a Vigo en eso, que el clima te permite tener una relación diaria con la playa, siempre puedes dar un paseo. En los dos meses que estuve ahí no quedé con nadie. Fui un asqueroso solitario.
¿Le explicaste al equipo que no te ibas a relacionar con ellos?
Yo antes saludaba a todo el mundo al llegar a cualquier sitio, por una cuestión de educación. Me costó años tomar la decisión de no saludar, pero descubrí que había ocasiones en las que no podía hacerlo, que me desconcentraba de lo que iba a hacer. Hay secuencias que a lo mejor llevan meses planeadas y necesitas una energía muy concreta para rodarlas. Yo no soy un actor muy técnico en ese sentido. Hay directores que te piden “ahora llora”. No sólo los malos, ojo, me consta que también algunos muy buenos. Yo ofrezco honestidad y doy lo que tengo, pero no puedo alcanzar un grado emocional concreto. No soy un robot ni un Madelman.
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¿De dónde es la pulsera que llevas?
Es la típica pulsera de guiris que compré en Iquitos, Perú. Son unas semillas y un trozo de liana de ayahuasca. El mundo del conocimiento primitivo a través de las plantas me interesa mucho. Es algo de lo que hablo en El libro de Filipo. En general todo lo chamánico, la cultura ancestral, las pinturas rupestres, es algo con lo que conecto de forma instantánea. Estuve en el Museo del Oro de Bogotá hace poco y me daban ganas de llorar. Me volví loco fotografiando todos esos trabajos de orfebrería y joyería. De hecho, lo estoy saqueando todo para lo que ando pintando últimamente.
¿En qué otros sitios encuentras la inspiración?
Es curioso, pero creo que todo lo que he aprendido de interpretación en los últimos 14 años ha sido leyendo sobre pintores. Me leo todo lo que encuentro sobre ellos. Voy más a museos que a cines, por ejemplo.
Interpretar a un pintor es uno de esos retos que muchos actores se ponen.
Casi todos mis personajes acaban dibujando o pintando. No sé a quién me gustaría interpretar en el cine, hay tantos que me interesan… Diré que me gustaría mucho conocer mejor a Miquel Barceló. No sólo por lo que hace, también por cómo se lo monta. Eso que dicen de que hay que diferenciar la vida de la obra no lo comparto en absoluto. ¡A mí me encantan las vidas de artistas como él! Hay películas de las que me gusta más el making of, por ejemplo. Es fascinante que Barceló tenga su taller en Mali, que luego se vaya a hacer la matanza a Mallorca, también trabaje después en París… No sé cómo será él en persona, pero ves que se nutre de todo lo que le sucede de una forma admirable, que ha fusionado trabajo y vida.
¿Se hace difícil no pasar desapercibido?
El problema es cuando la gente te entra de forma compulsiva. En un aeropuerto a veces se lían cosas muy gordas, de repente te tienes que ir. Últimamente me pasa todo el rato. Tienes que tener cuidado e ir muy ligero. Procuro no ir disfrazado con la gorra y las gafas. También atender a todo el mundo, mantener una conversación tranquila con quien se te acerca. Da igual, muchos sólo quieren la foto. Les das igual, te ven como un trofeo. Incluso a veces no saben quién eres, sólo que eres un famoso y tienes un valor hipotético en términos de mercado. Es muy perturbador que te cosifiquen 200 veces en una mañana. “¡Una foto, una foto!”. Se la das y luego te graban un vídeo mientras estás hablando con alguien, porque nunca es suficiente. Quieren subirlo a sus Instagram y que les dé el subidón de likes, esa gratificación instantánea. Dicen que la popularidad revela la naturaleza humana. Sí, la propia y la ajena. Ya sabemos que esto va a acabar algún día, pero mientras intento hacer vida normal y estar preparado para posibles situaciones incómodas.
¿Qué has dejado de hacer?
No voy a la calle Preciados un sábado, quizá eso. No he dejado de hacer nada que realmente quisiera hacer. En Estambul me quisieron poner seguridad y yo insistí en salir a la calle con normalidad. Todo fue tranquilo. La gente es maravillosa, es el fenómeno lo que lo enrarece todo. En Colombia estaba cenando en un sitio y nos tuvimos que ir porque 200 personas me pidieron una foto. En este último viaje a Perú se nos acercó un tipo: “Hola, soy senador y quiero organizarte un viaje al Machu Pichu”. Se lo agradecí y le dije que ya íbamos por nuestra cuenta. Nos hicimos una foto. A las pocas horas descubrimos que la había subido a Instagram diciendo que yo le apoyaba en una campaña o nosequé. Le escribimos para que lo retirase. “Inmediatamente despido a mi jefe de prensa”, contestó el fulano. ¡Pero si lo había puesto él!
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