Pollença 2012
Apareció en bici. Parecía escapada de uno de los cuentos de verano de Fitzgerald. Saludó a un grupo de amigos con un timbrazo y entró en el bar. Por fuera daba la impresión de ser el local más animado, así que fuimos nosotros también. Al poco tiempo un chico fue vitoreado al entrar. Pensé que nos habíamos metido por error en una fiesta sorpresa. Luego me enteré de que era un gimnasta que venía de participar en los Juegos Olímpicos de Londres.
“No entiendo que le vitoreen si ha venido sin medalla”, dijo mi amigo ingeniero, un Sheldon Cooper con una piedra donde otros tenemos un corazón. Todo el mundo parecía conocerse entre ellos y nosotros nos sentíamos un poco fuera de lugar. Otro amigo aprovechó para recalcarque en Pollença era donde veraneaba Mario Conde, que lo había leído en sus memorias. Era la cuarta vez que merepetía aquel dato durante el viaje, por lo que empecé a sospechar que se trataba de un sitio de peregrinación para él y que había orquestado elviaje como si fuera el santuario de Medjugorje. Siempre he encontrado inquietante esa veneración hacia la figura de Mario Conde.
"Todos parecían conocerse entre ellos y nosotros nos sentíamos fuera de lugar"
Yo pedí un gin tonic de Xoriguer porque pensaba que eso era algo muy de Baleares. La verdad es que creo que me gustan todas las ginebras del mercado menos esa. Pero a veces quiero hacerme el auténtico. Volví a buscar con la mirada a la chica de la bici. Estaba con dos amigas. Pensé en acercarme y decirles que se vinieran luego a tomar unas copas en nuestro barco, pero aquello sonaba como si fuéramos los Kennedy, cuando realmente éramos cinco matados sin título de patrón, con un barquito alquilado y la zódiac pinchada. Y uno de nosotros había salido aquella noche con calcetines. Pero realmente me habría gustado tomarme una copa al aire libre. Sin música. Solo escuchando sus risas. Tras cuatros días en alta mar compartiendo camarote con cinco animales, uno veía la presencia femenina como una de esas flores que crecen en el pavimento.
Pollença, Comillas, Sanxenxo o Martha’s Vineyard: algo une a todos estos bonitos sitios de veraneo. Un hilo fino, pero irrompible. Gente guapa, morena, elegante, gente conocida entre sí, que convierte todos los sitios a los que va en pequeñas urbanizaciones. Ya sea un pueblo costero o un restaurante en Jorge Juan. Cenan al aire libre. Se saludan. No arrugan el lino. Qué rápidas van todas las motos blancas.
Al final nos volvimos juntos, pero solos. Como todos los días de aquel verano. El vino blanco de la cena y tanta exposición al sol nos habían aplatanado los cerebros.Además unos días antes me había cortado el pie con unas rocas mientras intentaba coger un cangrejo y todavía iba cojeando. Tiramos unas piedras al mar. Nos tomamos el pelo entre nosotros. Compramos una botella de agua helada que nos fuimos turnando. Hablamos de un futuro que ahora es hoy.
Ya en el barco, todos se fueron a la cama y yo me quedé tomando un Cornetto en la cubierta con mucha intensidad, como si fuera un músico de blues tocando el saxo bajo la luz de la luna. Me di un chapuzón luego, ya en total oscuridad. Un amigo salió asustado porque pensaba que me había caído al agua accidentalmente. Esa es la confianza que tienen en mí. La amistad supongo que a veces es un poco así: saber aburrirse juntos y estar atentos a que el de al lado no se te ahogue. Nos pusimos una copa mientras me secaba. Consulté el móvil: no me había escrito. Empezaba ya a hacerse de día. “Desconecta”, me repetían. Miré mi herida del empeine. Casi estaba curada por la sal, pero todavía dolía al tocar. Tardaría un poco más de la cuenta en cerrar del todo.
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