“¿Qué pasa con mis sueños?”: de cómo Estados Unidos abandonó a las afganas a su suerte

Fue en una cena en una residencia diplomática en Kabul en una tarde de verano cuando empecé a poner en duda la sinceridad de la comunidad internacional con respecto a su compromiso hacia las mujeres afganas. Esto fue hace una década, estando sentados alrededor de una mesa oblonga situada en un gran patio con el aire impregnado del perfume embriagador de los rosales. Nuestro anfitrión, un alto funcionario occidental, alardeó de una botella de licor coronada por un burka en miniatura, la prenda que cubre todo el cuerpo y que llevan muchas mujeres afganas (y que los talibanes imponen). Incluso tenía una diminuta mirilla de malla.

“Lo que hay debajo es haram”, dijo el diplomático, mientras levantaba el trozo de tela azul cielo por el dobladillo. “¿Lo pilláis?”, añadió. Los invitados, periodistas y cooperantes, estallaron en carcajadas.

Lo entendí pero no me pareció divertido. ¿Cómo podría considerarse aceptable el mezclar los cuerpos de las mujeres afganas con el alcohol ilegal?

O quizás no fuese aquel incidente lo que originó mi desilusión. Tal vez fuese cuando mis colegas reunieron el dinero suficiente para pagar una dote, a modo de regalo para nuestro anciano conductor, con tal de que pudiese tomar una segunda esposa. Los hombres occidentales de la oficina se sumaron con gusto a la iniciativa. A mí no me lo habían contado porque la muchacha con la que se iba a casar era exactamente eso: una muchacha. Apenas tenía 14 años.

La campaña por mejorar las vidas de las mujeres y niñas afganas formaba parte del corazón de la guerra liderada por los EEUU en Afganistán, la misma que concluyó el fin de semana pasado en medio del fracaso y la total ignominia ante la rápida vuelta de los talibanes en el poder. Muchos en el mundo creían en esta misión. ¿Cómo podíamos no hacerlo? Los cambios se iban dando por todas partes: en 2019 el porcentaje de diputadas en el Parlamento afgano fue mayor que el del Congreso de los Estados Unidos.

Pero bajo aquella superficie había signos de traición desde hace mucho tiempo. Como aquella vez en la que un alto funcionario norteamericano describió las cuestiones de género como “mascotas de piedra dentro de nuestra mochila que nos sabotean”. También estaban los métodos empleados por la CIA tales como el intercambiar pastillas de Viagra a cambio de información sobre el paradero de los talibanes, de tal manera que, en palabras de un amigo periodista afgano, “los viejos puedan violar a sus esposas con la bendición de Estados Unidos”. No nos olvidemos tampoco de la polémica de hace dos años causada por la académica Cheryl Benard, mujer de Zalmay Khalilzad, el negociador de Estados Unidos con los talibán de origen afgano, tras reprender a las mujeres afganas por no luchar por sus derechos, que según ella no les corresponden “por medio del ejército o el dinero de los contribuyentes de otros”. O de cuando el año pasado la CBS le preguntó a Joe Biden si consideraba tener “alguna responsabilidad” en el caso de que las mujeres afganas perdiesen sus derechos si los talibanes se hacían con el poder. El presidente de los Estados Unidos respondió a la reportera Margaret Brennan con un “¡No, no la tengo!”.

Observar cómo se han ido desarrollando los acontecimientos en Afganistán en las últimas semanas ha sido simple y llanamente atroz. Como ciudadana con doble nacionalidad estadounidense y británica, me avergüenzo por completo: mis dos países contaron con los mayores contingentes de tropas en esta guerra que se ha prolongado 20 años. A lo largo de este tiempo, estos países, junto con el resto de la comunidad internacional, han alentado a las mujeres afganas diciéndoles constantemente que persigan sus sueños. Y después, en un acto de inconcebible crueldad, las han abandonado de la noche a la mañana.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

Me trasladé por primera vez a Afganistán en calidad de corresponsal sénior de la agencia Reuters, en el punto álgido de la participación de la OTAN en la guerra. El presidente Barack Obama estaba en pleno auge, lo que significaba que había 140.000 tropas extranjeras estacionadas en el país. Las fuerzas de seguridad afganas estaban siendo entrenadas a toda velocidad para combatir a los talibán. El dinero fluía en todas las direcciones. Las ONGs proliferaron. Se alzaron los rascacielos, aquellos estallidos metálicos de optimismo que trazaron la silueta de Kabul.

Fue una de las primeras veces en la historia en que Estados Unidos se arrogaba un interés sin precedentes en los derechos de las mujeres en territorio extranjero. De hecho, los Estados Unidos los utilizaron para vendernos aquella guerra. “Los terroristas no creen que las mujeres deban recibir una educación, disponer de atención médica o salir de sus casas”, dijo el presidente George W. Bush en noviembre de 2001, unas semanas después de que las fuerzas respaldadas por las tropas estadounidenses expulsaran a los talibán del poder, dando así comienzo a la guerra más larga que ha librado EEUU.

Los Estados Unidos han gastado cientos de millones de dólares, quizás mil millones (admiten desconocer la cantidad), en mejorar la grave situación de las mujeres afganas desde el año 2002. Se consiguieron logros difíciles de alcanzar: millones de niñas han acudido a la escuela, el país ha sido testigo de mujeres ejerciendo de ministras, juezas, gobernadoras y agentes de policía.

Para quienes informábamos acerca del estado de la guerra sobre el terreno, el conflicto a menudo se convirtió en sinónimo de los derechos de las mujeres. Siempre que una mujer afgana era la primera en conseguir determinado logro aquello se convertía en noticia, y fuimos responsables de un flujo continuo de historias dirigidas a un público deseoso de ver los frutos del compromiso de Occidente, que ya se remontaba a décadas. Informamos afanosamente sobre las mujeres afganas que empezaban a conducir, a nadar, a montar en monopatín, hacer graffitis, crear música y cualquier otro tipo de actividad que las afganas al fin podían llevar a cabo, todo ello gracias a la intervención de Estados Unidos y sus aliados. Junto a este tipo de reportajes, también hubo informes desde las tinieblas que nos hacían poner de nuevo los pies en la tierra. El país seguía teniendo una de las mayores tasas de mortalidad materna del mundo, casi el 90% de las afganas han sufrido malos tratos a lo largo de su vida y, si bien se aprobó una ley histórica en pos de la eliminación de la violencia hacia las mujeres, el gobierno y el sistema judicial afganos optaron en gran medida por ignorarla.

Operábamos en un mundo en el que losderechosdelasmujeres se convirtieron en una única palabra, la palabra de moda que sacar siempre a colación, ya fuese en entrevistas con generales estadounidenses o charlas amistosas con las camareras de las cafeterías de Kabul. Siempre que un hombre afgano se presentaba a una entrevista de trabajo, se aseguraba de dejar claro que su conocimiento acerca de losderechosdelasmujeres figuraba entre sus credenciales. Siempre que una mujer afgana solicitaba un visado hacía hincapié en la necesidad de proteger sus derechos como mujer.

Cuando dejé aquel puesto dos años después, mi propia desilusión con losderechosdelasmujeres alcanzó a un ámbito que me tocaba más de cerca: los corresponsales de prensa. Pese a tanta bravata y buenas intenciones, así como dinero y recursos por parte de Occidente, según mis investigaciones en 2013 aún no había ni una sola afgana trabajando para ninguno de los medios extranjeros angloparlantes en Afganistán. Había miles de mujeres periodistas en el país, pero ninguna de ellas trabajaba para los medios de comunicación extranjeros mejor pagados y de mayor relevancia. Debido a esto, las afganas a menudo eran retratadas o bien como heroínas rompiendo récords o como víctimas lastimeras. Apenas había nada entre medias. Losderechosdelasmujeres se utilizaron para justificar una invasión de Afganistán cada vez más colonial, pero no había ni rastro de afganas narrando sus vidas y experiencias al resto del mundo. La hipocresía de todo aquello no me dejaba pegar ojo por las noches.

Fue así como fundé Sahar Speaks en 2015, un programa que ofrecía mentorías, formación y oportunidades de publicación a las periodistas afganas. La mayoría de nuestras participantes estaban en primero de primaria cuando las tropas estadounidenses aparecieron por primera vez en sus calles. Y en aquellos momentos todas estas periodistas se estaban preparando para informar acerca de un nuevo Afganistán, ahora que la misión de combate liderada por la OTAN acababa de concluir y empezaba a ponerse en marcha la transferencia de las competencias de seguridad al pueblo afgano. Sahar Speaks fue todo un éxito: formamos a 23 reporteras procedentes de todo el país, desde estudiantes de primer curso en la universidad hasta reporteras veteranas, para que aprendiesen a trabajar para los medios de comunicación internacionales. Pronto todo el mundo quiso trabajar con ellas: nuestras ex alumnas pasaron a trabajar en las oficinas de la BBC y de la Agence France-Presse en Kabul y a colaborar con periódicos alemanes y noruegos. Se las llevaron a foros para la paz en Suiza y talleres feministas en Nepal. Algunos de sus reportajes se adaptaron al ámbito londinense.

Me gusta pensar que dimos comienzo con aquello a la tradición en el New York Times de disponer de una reportera afgana en su agencia en Kabul. Zahra Nader, antigua alumna nuestra, fue su primera reportera afgana a tiempo completo, a la que después sucedió la infatigable Fatima Faizi.

Volví a Afganistán cada año para dirigir mi programa, pero también para realizar reportajes de mis viajes, como hice para The Washington Post. Me reunía con tantas antiguas alumnas como me fuese posible, compartiendo con ellas tardes llenas de risas cerca del río Qargha, visitando sus librerías favoritas, conociendo a sus (a menudo) extensas familias, que me invitaban a comer ashak casero, unas bolitas de pasta rellenas de cebolleta y cubiertas con una aromática salsa de tomate. Nos hicimos amigas, compartimos secretos, bailamos juntas.

Pero con cada visita el número de mujeres en Kabul menguaba. Echar un vistazo a las fotografías de las clases que se graduaron supone un ejercicio escalofriante: más de la mitad han huido. El mundo está empezando a comprender ahora las pesadillas que afrontan las afganas en la vida pública, pero fueron muchas las integrantes de Sahar Speaks que vieron los indicios desde mucho antes. Pronto me vi hablando con ellas no sobre las almohadas planas en los suelos de sus salones en Kabul, sino en Londres, Washington, Toronto, Estocolmo, Alemania y Turquía. Si estas mujeres, algunas de las mejor formadas de su país, con acceso a trabajos gratificantes y a una relativa libertad en el ámbito de sus vidas personales optaron por irse a la primera oportunidad, ¿qué significaba aquello para el resto de las afganas?

Y ahora que los talibán vuelven a ostentar el poder y que los insurgentes ya están imponiendo restricciones sobre las vidas de las mujeres, desde cerrarles las puertas de la universidad hasta emitir la orden de que vuelvan directamente a casa desde sus puestos de trabajo, he tratado desesperadamente de hallar la manera de sacar al resto de las mujeres de Sahar Speaks del país. Están sumidas en la más total y absoluta de las conmociones, no solo por la velocidad de los acontecimientos, sino principalmente por la sensación de deserción total por parte de los Estados Unidos. Mientras los talibán invadían la capital afgana durante el fin de semana, una de ellas se cortó el pelo, continuando así con una larga tradición en materia de protesta política femenina a nivel mundial. “Es mi manera de protestar contra el régimen talibán”, me dijo. El lunes por la mañana ya fueron varias las que habían visto a talibanes armados surcando las calles de sus vecindarios, elaborando listas dejando constar dónde vivían las reporteras. Los talibán han dicho que “respetarán” los derechos de las mujeres, entre ellos el de poder acceder a un puesto de trabajo, pero estas palabras no consiguieron aliviar la sensación de catástrofe inminente para todas estas periodistas. Se refugiaron en sus casas, completamente aterrorizadas. No tardaron en quemar sus libros, diplomas y documentos de identidad. Una me escribió un mensaje para despedirse: estaba borrando todos los números extranjeros de su teléfono. Otra me dijo que ya echaba de menos su cámara, que ahora yacía sola en el escritorio de su oficina.

Otra simplemente preguntó “¿Pero qué pasa con mis sueños?”.

Artículo original publicado por Vanity Fair USA y traducido por Darío Gael Blanco. Acceda al original aquí.

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