¿Quién fue Diana Vreeland?

Mi abuela era una mujer con una visión romántica de la vida. Durante un tiempo, cuando era niño, mi familia se trasladó a Marruecos y ella estaba convencida de que yo iba al colegio a caballo y de que tenía un camello en el patio de atrás. Podría creérselo hasta el día de hoy. Esa era, simplemente, su versión. Y no parecía necesario llevarle la contraria. No quería tener que decirle: “No, voy al colegio en autobús”. Sus fantásticas visiones explicaban en parte el porqué de su éxito. Así inspiraba a artistas como Richard Avedon para crear esas maravillosas y fantásticas imágenes. Por supuesto, si hubiese sido contable o presentadora de telediario y se dedicase a envolver de romanticismo hechos y datos habría sido preocupante. Pero esa imaginación llenaba su universo de ensoñación.

El primer recuerdo que tengo de mi abuela es de cuando yo rondaba los cinco años. Ella trabajaba en Harper’s Bazaar por aquel entonces y yo vivía en Alemania. En una ocasión, vino con mi abuelo a Bonn y pasaron con nosotros una semana. Visitamos castillos y disfrutamos un maravilloso picnic en Remagen, lugar por el que las fuerzas aliadas cruzaron el Rin durante la Segunda Guerra Mundial. También me acuerdo de todo el equipaje que traía. ¡Si tienes que llevar la cuenta de tus maletas es que son demasiadas! Era una procesión constante de baúles Louis Vuitton, que enviaba a la casa para que se los reparasen después de cada viaje. Así supe que mi abuela era diferente. Desde luego no del tipo que cocinaría una olla de pasta en la cocina casera. Pero nunca me pareció intimidatoria. De adolescente fui a la escuela en París y me visitaba cada vez que iba allí por trabajo. Siempre se interesaba por mi vida, qué hacía o veía, aunque no me bombardeaba con preguntas; la conversación era siempre espontánea. Le gustaba pasear y charlar. No es que fuésemos muy lejos, una manzana o dos y de vuelta al coche. Su uso de las palabras, su cadencia, cómo jugaba con el volumen, eran de una riqueza y dinamismo tal que su conversación resultaba hasta exótica.

La gente de la moda puede ser muy crítica y sarcástica, y menospreciar lo que visten los demás, pero mi abuela no era de esa escuela. Estaba convencida de que si no puedes decir nada positivo, mejor callarse. Y eso era muy refrescante en un mundo muy dado al dardo verbal: “¡Oh!, esa chaqueta es demasiado corta” o “Su moño es horrible, no debería llevarlo”. A ella jamás le oirías decir algo así. No era realmente una dama de la sociedad, ni una activista social ni ejercía de crítico. Sentía que ya le llegaba con lo que tenía ante sí y se dedicaba a ello sin más. Y nunca pensó que su labor tuviese que ser un trampolín hacia otra cosa.

Yo nací en 1955 y ella dejó Harper’s Bazaar en 1962. Jamás me habló de su carrera. Creo que era porque no veía su trabajo con perspectiva, solo lo que estaba haciendo en ese momento. Tampoco era el tipo de persona que hablara del trabajo fuera de la oficina. No asistía a retiros espirituales con otros directivos, no tenía reuniones ni agenda ni objetivos ni listas de personalidades a las que ver. Cero marketing. Simplemente escribía memorandos y cartas para la gente con la que trabajaba y que era buena en su cometido y publicaba una gran revista. Se cuenta que mi abuela llegó a Harper’s Bazaar porque Carmel Snow, entonces directora de la cabecera, la vio bailando con mi abuelo una noche y la encontró maravillosa. “Ven a verme”, le dijo. Y le dio un trabajo. No estoy seguro de que esa sea la verdadera historia, pero creo que hay algo de cierto en ella. El caso es que se quedó allí 26 años y el grueso de su obra es como una fortaleza de imágenes y conceptos que todavía reverberan en la actualidad. En términos de imaginería, creo que esos fueron sus años más importantes. Las fotografías no han envejecido en absoluto. Ojeándolas puedes ver la fascinante evolución del rol de la mujer en la sociedad y de la relación con su propio cuerpo. Fue una gran impulsora a este respecto. Hizo que las féminas tuviesen un aspecto magnífco, nunca excesivamente sexy o inapropiado. Se notaba una sensación de respeto y todo se hacía con buen gusto, sin devaluar ni menospreciar, pero sin resultar monótono, cosa que ocurría con la mayoría de imágenes editoriales de la época.

Las historias sobre la infancia de mi abuela son por lo general un poco tópicas: que si su hermana era más guapa y todo eso. Por lo que me toca, fui afortunado al establecer con ella una mejor relación de la que tenía con mi padre y mi tío. Le ponía motes a todo el mundo, en parte porque le costaba acordarse de sus nombres. Si te añadía un apodo al fnal, era un cumplido. Mi padre se llama Frederick y para ella era Freckypoo. Mi apodo de niño era Sasha, de ahí Sashipoo. Siempre me animó a hacer lo que yo quería de un modo maravilloso: cuando me casé, en mis viajes, con mis amistades… La única vez que recuerdo su desaprobación fue cuando me mudé a Nueva York, con 30 años. Pensaba irme a vivir a Sands Point, en Nassau County, donde estaban algunos amigos de la familia. Al mencionárselo solo me dijo: “¿En las afueras…?”. Pillé el mensaje. Acabamos cogiendo un loft en Soho. En Manhattan solía salir a cenar con ella y todos los fotógrafos y modelos con los que trabajaba: David Bailey, Patrick Lichfeld, Cecil Beaton… Le tenía un especial aprecio a Lauren Bacall, Betty para ella, hasta compartieron cocinero durante los diez últimos años de vida de mi abuela. También mantuvo una relación muy especial con Jackie Kennedy, una amistad real e importante que duró hasta el final.

Cuando hacía de anfitriona lo daba todo. Adoraba las mesas redondas, de ocho a diez personas, y las conversaciones animadas. Siempre tomaba vodka con hielo y una rodaja de limón. Y nunca dejaba de fumar, hasta narguile. Era excepcionalmente quisquillosa. No recibía visitas sin asegurarse de que se había limpiado la plata. Y pensaba que la fragancia era la columna vertebral de un hogar, por lo que en su casa no faltaban humeantes varitas de incienso, y velas. ¡Si hasta inyectaba perfumes en las almohadas con una jeringuilla hipodérmica! Los dos últimos años antes de morir decidió que ya no quería ver a nadie más, excepto a la familia: pensaba que ya no podía presentarse ante nadie del modo que le habría gustado.

Creo que disciplina es un término que defne muy bien a mi abuela. Una vez, al volver a su casa de una cena, se quedó toda la noche revisando unas fotos que precisaban su visto bueno, unas pruebas que necesitaba aprobar esa misma noche. Nunca escatimaba esfuerzos, ni siquiera a la hora de hacer la limpieza. Ella veía cosas que los demás no podían, por eso aquellos que aparecieron de su mano en Harper’s Bazaar siempre poseían una cierta inteligencia, fuerza y energía. Hace poco conocí a la mujer que fue su secretaria durante muchos años y me comentó que cuando alguna chica se presentaba en una de sus sesiones fotográfcas, en la redacción siempre se oía: “Pero, ¿cómo fotografían a esa?”. Hasta que veían el resultado, invariablemente refrendado con muchos “¡Oh!”. Mi abuela podía mirar a la gente y ver su talento. Tal era su inmenso don.

Pieles y perfumes, ilustrados por Erté. ¡Que comience el espectáculo!

La actriz Frances Farmer rodeada de una sugerente nube de humo.

Portada surrealista ilustrada por A.M. Cassandre.

Con motivo del 50 aniversario de la Torre Eifel se realizó esta impactante sesión de fotos, con la modelo suspendida en su estructura.

La inventiva de la editora de moda se refejaba incluso en reportajes como este, que glosaba el nuevo chic de la 7ª Avenida neoyorquina.

La relación entre la moda y los viajes, un tema recurrente en la revista.

La famosa portada que lanzó la carrera como actriz de Lauren Bacall.

La actriz y miembro de la alta sociedad K.T. Stevens (a la izda.) en la pista de aterrizaje junto a un reluciente avión de United Airlines.

Otra muestra del ingenio de la editora: cuatro piernas y cuatro brazos.

Vreeland reveló a sus modelos como mujeres de acción, preparadas (y vestidas, incluso a la hora del baño) para afrontrar cualquier situación.

La moda del invierno diseñada por la esquiadora olímpica Ann Cooke, fotografada en las colinas de Vermont por Genevieve Naylor.

Conocida por sus uñas rojas, Vreeland llevó su look a portada.

Las plumas de avestruz eran en realidad un ventilador fjado al tocado.

La nueva silueta que introducía el espacio entre las prendas y el cuerpo, resumida en un editorial sobre abrigos de primavera.

La modelo Suzy Parker muestra la moda de la temporada.

Moda luminosa en la playa, fotografada por Lilian Bassman.

Una de las bellas bañistas del editorial de Bassman.

El legendario retrato de la grácil Dovima, rodeada de elefantes. Fue la sesión de Richard Avedon para el número de septiembre.

Una silueta nocturna, fotografada también por Richard Avedon.

Un ejército de modelos luciendo los vestidos burbuja de colores acaramelados, tendencia del momento, listos para el cóctel.

Una sorprendente portada que ayudó a cambiar la visión de las revistas de moda.

Otra editorial histórica de Avedon: China Machado fue la primera modelo no caucásica en copar la portada de una gran revista en EE.UU.

Una muestra más de la avanzada visión de la moda que tenía Avedon.

Los Kennedy, retratados por Avedon en Palm Beach.

La última portada de Vreeland, con fotografía de Melvin Sokolsky.

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