· Carta del director · Sobreanálisis
El exlíder de Ciudadanos Albert Rivera consintió aparecer cortando unas tarjetas de crédito (black), sugiriéndose azote de la corrupción, en un reportaje de portada que publicamos en junio de 2017. En otra de las fotos en que se disponía a golpear unas bolas de billar, la naranja iba entre medias de la azul y de la roja; y la morada, casi fuera de foco. Ni de una cosa ni de la otra se habló tanto como de la pose del barcelonés sobre la mesa de juego, que algún tuitero gracioso comparó con el príncipe de Bel-Air. De poco sirvió que el día de la sesión su jefe de prensa estuviera en tensión y opinando sobre cada escena: “Por favor, que no haya memes”. Rivera tenía entonces por faro al francés Emmanuel Macron y ambicionaba, como él, gobernar antes de los 40.
“Macron, retrato en seis detalles”. Así se tituló una pieza de mil palabras que Enric González escribió en El Mundo el 8 de julio de aquel mismo año analizando la foto oficial del recién nombrado presidente de la república. Son incontables las veces que he leído ese artículo afilado y perspicaz. Extracto de aquello: “Lo más personal son dos teléfonos móviles, uno encima del otro, que Macron colocó con mucho cuidado, y tres libros. De un lado, las Memorias de guerra del general Charles de Gaulle, el fundador, abiertas por una página específica (Macron quiso que fuera esa y no otra) y no revelada. Bajo el reloj, Los alimentos terrestres, de André Gide, una oda a la sensualidad y el placer, y Rojo y negro, de Stendhal, la historia del joven Julien Sorel, inteligente, guapo y audaz, un gran arribista social que todo lo reviste de grandeza. No hay que estrujarse las meninges para interpretar esto último”.
La fina disertación de González subrayaba al político galo como un controlador compulsivo de su imagen, desde la elección de la fotógrafa, que fue su sombra en campaña, hasta su ubicación sentado en la mesa de su despacho al lado de la ventana. Buscaba una tercera vía entre la regia pose que adoptaron De Gaulle, Mitterrand o Sarkozy frente a la biblioteca y la aperturista perspectiva del jardín que eligieron Chiracy Hollande. Resulta delicioso ver al periodista recrearse en el detalle, estableciendo paralelismos entre fondo y forma de la radiografía del alma de su protagonista. Su argumentado análisis de aquella composición choca con algunas lecturas interesadas que muchas veces hacemos de otras instantáneas.
El retrato periodístico o de moda, casi siempre bien medido pero a veces espontáneo, suele poner en guardia a jefes de prensa y publicistas, que desaconsejan ciertas posturas. Sospecho que la culpa de esta estrategia defensiva la tiene el posado de las ministras del primer gobierno de Zapatero —también el primero paritario de la historia— en aquel Vogue de septiembre de 2004. Lo que quiso ser una propuesta audaz y reivindicativa se convirtió en un búmeran para el ejecutivo socialista por la “frivolidad” de aparecer muy bien vestidas. Es el mismo reproche que se le hizo a Irene Montero por lucir un supuesto Rolex —en realidad era un mucho más modesto Swatch— en las últimas fotos publicadas de ella el pasado agosto en Diez Minutos. Lo que explicó de esto o de lo otro la ministra de Igualdad en aquel reportaje no trascendió mucho más. Esperemos correr más suerte con la entrevista llena de titulares que servimos este mes en nuestras páginas.
Pregunté a Montero por su Rolex, claro está, cuando fui a saludarla al shooting. “Mire que hay poca gente que lleve el reloj en la muñeca derecha, ministra, y que precisamente lo lleve usted…”, le dije. “Es que soy zurda y si no, me molesta”, respondió mientras la maquillaban. A veces la realidad es tan prosaica como eso. Las fotos sirven para contar historias, pero nunca deberían alejarnos de ellas. Ni por sobreplanificación ni por sobreanálisis.
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