La isla donde veraneaba Diana con sus hijos, la última oportunidad de Richard Branson para salvar su aerolínea
La amistad entre el milmillonario Richard Branson, todavía hoy el séptimo hombre más rico nacido en Inglaterra, y Diana de Gales, fue una constante en el tiempo. En 1989, cuando las diferencias con –y especialmente los cuernos de– Carlos de Inglaterra empezaban a ser insalvables, Branson ofreció a la princesa la posibilidad de escapar a la calma de la isla Necker, un pequeño paraíso de apenas 30 hectáreas de playas, aguas cristalinas y frondosa vegetación. Diana acudió con sus hijos príncipes Guillermo y Harry, sus hermanas Lady Sarah McCorquodale y Lady Jane Fellowes y los hijos de éstas.
El viaje le dio tanta paz, que la familia volvió al año siguiente (cuando se sacó la foto que abre este artículo), acompañados también de su madre, Frances Roche, que estaba atravesando un sonado divorcio de su segundo marido –un rico heredero llamado Peter Shand Kydd. Frances siempre echó la culpa de ese divorcio a la presión mediática sobre la familia. Aunque lo que hizo fue fugarse con una mujer más joven–. Las fotos forman parte de los retratos más felices de Diana: sólo su familia, los niños y los juegos eternos en las playas. Branson recordaba en 2017 lo agradecida que era la princesa y lo bien que se lo pasó en sus escapadas: “Todavía puedo ver a Diana riéndose en la playa, con Guillermo y Harry cuando eran niños. Para ella, nuestro pequeño paraíso era un lugar al que escapar de la inclemente presión mediática a la que estaba sometida, y allí podía estar en su elemento: jugando con sus hijos, como una madre más”.
Pero ahora, ese pequeño paraíso, donde Branson reconocía que aún guarda las notas manuscritas de agradecimiento que Diana le escribía tras sus visitas o en cada vuelo con la aerolínea Virgin, es lo último que le queda al milmillonario para intentar que el Gobierno de su Majestad salve su imperio volador. Porque el gabinete de Boris Johnson no está por la labor de soltar más de 500 millones de libras para rescatar a la compañía, herida de muerte por la pandemia, como casi cualquier empresa de alas y viajeros.
Hipoteca o aval
Branson está dispuesto a hipotecar la isla en la que vive –y en la que tiene fijada su residencia fiscal desde hace 14 años, pagando los impuestos que se puede esperar de un paraíso fiscal como son las Islas Vírgenes Británicas–, o en ponerla como aval para el rescate británico. La isla, que alberga un complejo para turistas de lujo, renovado en 2019, está valorada en unos 90 millones de euros. Mientras que la fortuna personal de Branson se estima en unos 4.000 millones de euros.
Branson ya ha inyectado en Virgin Atlantic 250 millones de dólares, y los últimos vuelos de la compañía han sido para suministrar material médico al Reino Unido. Pero esos gestos no bastan. Y el Gobierno tory tampoco tiene especial interés en abrir el melón de ciertas aerolíneas –aunque easyJet ya ha recibido un préstamo por una cantidad similar a la que pide Branson–. No hasta que pase la pandemia, por lo menos.
Y menos en Virgin Atlantic. Porque Branson será milmillonario (gracias a la música, principalmente), pero sus aerolíneas siempre han tenido serios problemas. Virgin Atlantic, una de las dos que aún sobrevive (junto a Virgin Australia), sólo ha conseguido beneficios netos en dos de los últimos seis años, mientras que ha perdido dinero o ha ingresado calderilla en los restantes. En 2020 estaba previsto que sus cuentas se equilibrasen y en 2021 tenía planeado volver a dar beneficio.
La isla en sí es un paraíso completo. No sólo porque Branson la comprase cuando tenía 28 años, por 100.000 dólares de la época (que hoy serían apenas 400.000 dólares), sino porque una de las condiciones cuando la compró era convertirla en un resort. Todo de playas para adentro pertenece a Branson –en la arena, hasta donde llega la marea alta llega la propiedad de la Corona, y son públicas por tanto–, que lo ha convertido en el retiro más exclusivo de otra de las empresas del grupo, destinada al turismo para los inmensamente ricos.
Pero allí no sólo han estado Diana y sus hijos. Harry, en concreto, ha vivido sonadas fiestas hasta más allá del amanecer (en Año Nuevo en 2015) y la consciencia (en el cumpleaños de Sam Branson en 2012). Los Obama han veraneado allí, en el mismo lugar donde Sarah Ferguson celebró su 60 cumpleaños durante un par de días (con sus hijas Beatriz y Eugenia, que también han tenido vacaciones y fiestazos por su cuenta, incluyendo la boda de su amiga Holly Branson) y Kate Moss su 40 cumpleaños durante una semana entera.
Ahora, el futuro de la isla y todos sus recuerdos –que Branson atesora en su vivienta particular– dependen del último órdago que le ha lanzado a Boris Johnson: salvar una aerolínea con la isla donde Diana fue feliz.
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